DE LA VERACIDAD DE LA PALABRA
Del Libro de Romano Guardini, “Cartas sobre la formación de sí mismo”

Ver también: Verdad

       Toda juventud auténtica y viva tiene por estandarte la veracidad.  Es del espíritu de la veracidad de donde nace cuanto en ella llega a ser grande y duradero.  Auténtico espíritu juvenil lo tiene solo aquel a quien anima la serie, fuerte y alegre voluntad de ser veraz.  Tiene que desear salir de todo lo fementido, ser auténtico en lo que percibe y no auto engañarse; tiene que luchar por obtener un claro juicio para lo que es natural y puro; tiene que querer alcanzar la sencillez, la sinceridad con Dios, con los hombres y consigo mismo.  Ha de tener la valentía de mirar a la realidad cara a cara y de obrar siempre conforme a sus convicciones.

      Esa firme resolución de ser veraz no es arrogancia.  No puede significar querer imponerse siempre, erigirse en juez de todo, saber más que nadie, evaluarlo todo y declarar infalibles  las propias percepciones y opiniones.  Tal cosa no sería veracidad, sino soberbia.  Nuestra veracidad tiene que ser culto divino.  Nuestro ser verdadero tiene el sentido de acercarnos a Dios.  Queremos hacer verdaderas nuestras forma de ser y nuestra vida para que se conformen a Él.  Él ha de gobernar cuanto hagamos y seamos. Su reino tiene que realizarse.  Esto sucede mediante la veracidad, pero solo cuando se trate de una veracidad humilde.  No es a nosotros mismos a quien hemos de buscar en la veracidad, sino a Dios, pues Él es la verdad.  Es  entonces cuando nuestra vida llega a ser Reino de Dios.  Por ejemplo cuando alguien responde con sinceridad a una pregunta: en sus palabras está presente y actúa Dios. Cuando alguien sirve a una gran causa sin buscar nada a cambio: en su tarea está presente y actúa Dios.  Cuando dos personas mantiene una amistad leal: en su amistad está presente y actúa Dios.  Así pues, en las personas que son verdaderas y que actúan, hablan y piensan con verdad está el Reino vivo de Dios.

      Mira qué maravillosa misión: se espera de nosotros que construyamos en el mundo de los hombres una morada para el Dios de la Verdad.  Se nos pide que extendamos su Reino, para que él pueda vivir y reinar allí. ¿Que cómo hacerlo? Hemos de conseguir que por doquiere llegue a imperar la verdad. Cuánta mentira hay en el mundo, cuánta ilegitimidad, insinceridad, mera apariencia, no autenticidad, hipocresía.  Donde estén ellas no reina Dios, ya que ese el reino de la oscuridad,  Contra ese reino tenemos que luchar nosotros, extendiendo el Reino de Dios, que es reino de la luz.  Pero ¿cómo lograrlo? No se trata de pronunciar discurso contra la mentira, ni tampoco de interrumpir a otros cuando los pronuncien ellos.  Todo eso no sirve de nada.  Más bien hemos de procurar que  sea verdadero lo que nosotros mismos digamos, hagamos y seamos.  Cada palabra que pronunciemos y cada cosa que hagamos serán entonces un mandoble a favor de la causa de Dios.  Con cada una de ellas conquistaremos para su reino una nueva porción de la tierra de los hombres. ¿No es esto maravilloso? ¡Con qué frecuencia hablaba de la verdad el Salvador! De los hombres que proceden de la verdad y de los que viene de la mentira.  Sí, es algo verdaderamente grande que estemos destinados a ser guerreros de Dios, a extender su reino con cada una de nuestras obras y a protegerlo valerosamente. Renovar todo en la verdad, para que  todo llegue a ser el reino vivo de Dios el Veraz. ¡Qué alegría nos da pensar en estas cosas, vernos tan fuertes y estar tan seguros de la victoria! Es como si en nuestra alma penetrase una luz gloriosa que hiciese todo grande y luminoso.

     Busquemos ahora el punto exacto en el que podamos meter con la mayor seguridad una fuerte cuña en el reino de la oscuridad, a fin de hacer que su poder se resquebraje y termine por romperse.  Ese punto variará según las diferentes personas.  En algunas ocasiones puede que estribe sencillamente en decir la verdad. ¿Qué es lo que nos lleva a no decirla? Por ejemplo, el miedo.  Hemos cometido un error y vemos venir consecuencias desagradables para nosotros.  Para hurtarnos a ellas mentimos.  O bien: están tomando a chacota algo o a alguien, hacen chistes sobre unas personas, sobre la religión o sobre alguna otra cosa.  Alguien nos pregunta nuestro parecer, y nos damos cuenta de que en ese preciso momento tendríamos que mostrar con claridad de qué lado estamos.  Pero tememos los gestos burlones de quienes nos rodean, y hacemos traición a nuestras convicciones.  También la vanidad puede llevarnos a mentir.  Es lo que sucede cuando queremos que se nos admire por algo, en casa o entre nuestros compañeros, pero lo que somos y podemos realmente  no es suficiente a tal fin.  Los demás dirían que esa cualidad nuestra no tiene nada de especial.  Así que nos ponemos a agrandarla.  Otros son envidiosos y tiene celos, y se dedican a hacer menos a los demás, a quienes son más eficientes, más ricos y más fuertes que ellos.  O deseamos obtener una  ventaja en el juego, y para ello presentamos las cosas de otra manera que como realmente son.  Incluso la lealtad puede llevarnos a mentir, por ejemplo, cuando un amigo está en apuros y creemos que debemos ayudarle diciendo algo que nos es verdad. Esas mentiras pueden ser muy gordas, que es lo que sucede cuando desfiguran el núcleo de la cuestión, por ejemplo, cuando decimos: “yo no fui”, en vez de: “sí, fui yo”; o “Ya lo he terminado todo”, en vez de: “aún no he hecho absolutamente nada”.  También pueden ser más sutiles, por ejemplo, cuando decimos: “He estado allí con frecuencia”, y solo deberíamos decir realmente “algunas veces”;  iré, “seguro”, y solo deberíamos decir “quizá”.  Y las mentiras pueden llegar a ser sutilísimas, como un vientecillo silencioso que pasa veloz por encima de una superficie de agua.  Pueden residir en el modo en que se emplean las palabras, o en el tono o en el gesto que ponemos al pronunciarlas. En todos esos casos, la oscuridad ha vencido sobre la luz.  Aquí es donde hay que incidir.  Digamos la verdad.  No solo en cosas grandes, sino también en las pequeñas.  Cada palabra nuestra será entonces una victoria de la causa de Dios.  No es tarea fácil, verdaderamente no lo es.  Cuando en el instituto amenaza una situación apurada, cuando todos los que nos rodean nos miran con ojos atento, cuando en casa es de esperar una escena desagradable, cuando desearíamos evitar una fuerte discusión con un amigo, cuando vemos que nos hemos quedado solos con nuestras convicciones: en todas esas ocasiones notamos qué fuerte es el reino de la oscuridad.  Una excesiva  susceptibilidad, el miedo, el egoísmo, las preocupaciones, los miramientos, el amor, la lealtad, todo se puede aliar contra nosotros, todo lo malo y todo lo bueno, para llevarnos a no pronunciar la palabra precisa.  Pero si nos vencemos (a nosotros mismos) habremos abierto para nuestro divino Señor un ancho boquete en las filas enemigas.  Habremos tributado a la verdad los honores a que es acreedora, y el Dios de la verdad podrá hacer su entrada victoriosa.

     Pero aún hay que decir otra cosa más.  La verdad es una espada que se blande a favor de Dios.  Puede realizar obras magníficas, pero también puede destruir.  El Señor pronuncia en cierta ocasión unas palabras cargadas de profundo significado: nos insta a ser “sencillos como palomas y sagaces (prudentes) como serpientes”.  ¿Qué querría decir con eso? Debemos ser “sencillos”.  Esto es, no dobles, no ambiguos.  Nuestras palabras han de ser escuetas y sinceras.  Hasta aquí nada hay que sea difícil de comprender.  Pero también nos exige que seamos prudentes.  Eso significa “astutos” o “arteros”.  ¿Qué significa entonces? Yo lo entiendo así: las palabras del hombre son cosa fuerte y afilada.  Cuando las emitimos no chocan contra una fría pared o con el duro suelo, sino que van a dar en un CORAZON HUMANO VIVO.  Y en él  pueden producir multitud de efectos,  Pueden liberar, animar, dar una alegría.  Pero también herir y apenar.  Imaginemos a alguien que tiene un amigo muy querido, y que este último comete una acción reprobable.  Si le manifestamos al primero con toda claridad lo que pensamos de su amigo, no estaremos haciendo otra cosa que decir la verdad lisa y llana.  Pero ¿qué efectos produciremos? A este respecto nos diría el Señor: “Di la verdad, pero dila con prudencia.  Ten en cuenta dónde va a dar.  Procura no herir a nadie con ella.  Y cuanto más fuerte sea lo que tengas que decir, tanto más cuidadoso debes ser”.  Además la verdad es una joya tan preciosa como frágil.  Algunas verdades son especialmente delicadas y sagradas.  Hay personas que no se dan cuenta de ello, al menos en determinados momentos, por ejemplo, cuando gastan bromas o cuando se enfurecen.  Cuando se reúnen muchas personas, la mayoría de las veces no tienen tampoco la actitud correcta hacia una verdad fina y delicada, pues es fácil que la masa nos haga rudos e insensibles.  Una canción entrañable no hace el caso cuando avanzamos a grandes pasos por la vereda, y en momentos de bulliciosa diversión nadie se pondrá a leer en voz alta un poema de profundo significado.  Así hay también muchas ocasiones en las que una bella verdad está fuera de lugar.  Por eso: di la verdad, pero dila a su debido tiempo.  No la digas cuando no vaya a servir de nada, o cuando no se la entendería, o cuando con ellas podrías causar más daño que beneficio.  También la verdad tiene su momento y su lugar.  Hay ocasiones en las que tenemos que saber callar.

     Esto es, así pues, lo  que significa “ser prudentes”. Debemos decir la verdad cuando haga al caso.  No debemos ir soltando verdades al buen tuntún, sino que hemos de procurar saber realmente, con los ojos externos y con los del alma, con quién estamos hablando.  Hemos de extender nuestros tentáculos intelectuales para notar cómo están las cosas a nuestro alrededor y qué efectos producirán nuestras palabras en quien las oiga.  Tenemos que darnos cuenta a tiempo de si pueden herir. Cuando así lo creamos, no es que entonces nos esté permitido mentir, naturalmente, esto al menos ha debido quedar bien claro.  Pero sí que deberemos esforzarnos en hablar con tanta delicadeza que el otro note que nos anima una buena intención.  En ese caso, la verdad no le herirá.  También tenemos que percibir a tiempo cuándo una verdad recia, o una verdad fina y delicada, no serán comprendidas o estarán fuera de lugar.  Cuando sea eso lo que suceda, tampoco nos será lícito mentir, en modo alguno.  Pero deberemos callar.  Todo esto es difícil.  Pero conseguiremos hacerlo, si nos mueve una intención honesta y sincera.

 

     Llegados a este punto tenemos que meditar ya con un poco más de profundidad sobre la veracidad.  Mira, hay personas que quieren la verdad.  Pero la manejan como si fuese un arma arrojadiza, sin preocuparse de los daños que puedan causar con ella.  En cambio, nosotros tenemos que decir la verdad siempre, pero también tratarla con el debido respeto.  Y esto es algo que se aprende cuando es una buena intención lo que nos lleva a decir la verdad.  Es perfectamente posible obrar de otro modo.  Lo que algunos llaman veracidad es en el fondo sed de poder, ganas de tener siempre razón, violencia.  Hay veces que se dice la verdad y que entre ella y una bofetada no existe diferencia alguna, solo que en el primer caso se golpea con palabras y en el segundo con la mano: en ambas ocasiones hay la misma dureza en los ojos y en el corazón.  Puede ser que alguien diga la verdad, pero que lo haga por vanidad.  También de veracidad se puede presumir.  Se desea que todos vean que uno no le tiene miedo a nada, que uno es “un tipo duro”.  “Decir la verdad” puede llegar a convertirse en una especie de deporte.  Esa veracidad no edifica nada, sino que destruye.  Procede del egoísmo, de la vanidad y del espíritu de violencia.  Hiere, apena.  Basta pensar en más de una de esas conversaciones en que empezamos diciendo “Te voy a ser sincero”.  ¿Acaso no queda el corazón después de ellas como un campo de batalla, lleno de heridas, amargura y destrucción?

     Pero esto tampoco significa que debamos ser melindrosos o tener miedo a decir las cosas sin pelos en la lengua.  Una lucha intelectual a cara descubierta es cosa magnífica.  Y lo que sea necesario decir, hay que decirlo, por duro que resulte, y esto sí que debe quedar claro!  Y si alguien no puede soportar la verdad, qué se le va a hacer.  Pero de todas formas haremos bien en preguntarnos si decimos la verdad realmente “CON VERDAD”.  Debemos decir la verdad, pero “con prudencia” y eso significa tanto como: “con amor”.

     Si procedemos así el resultado natural será que no deshonraremos a la verdad. ¿No has tenido a veces la sensación de que una verdad alta y delicada ha sido ensuciada por quien la dice, porque la ha expresado cuando ni el momento ni la ocasión eran los adecuados? Algunos llaman a eso “abrir el corazón”, y sin embargo se trata de un mero traer y llevar cosas serias, íntimas, que deberían conservar dentro de sí o de las que solo deberían hablar en rara ocasión, en momentos sagrados.  Otros creen que tienen que decir esto y aquello a todo trance, porque la veracidad así lo exige.  Pero se trata tan solo de un irreflexivo abrir la boca y soltarlo todo por incapacidad de mantener las palabras dentro de uno.  Ahora bien, esto no significa tampoco que debamos andar con miedo.  Lo que tenga que ser dicho, hay que decirlo, le venga bien al otro o no.  También hay que estar dispuesto a asumir las consecuencias.  Pero haremos bien en examinar su cuando así hablamos lo hacemos realmente “con verdad”.  Hay que decir la verdad “con prudencia”, y eso significa tanto como “con actitud reverente”.

      Quizá tengas la sensación de que aquí siempre decimos: así, pero también: de esta otra manera.  Por un lado esto, por otro aquello.  Tal vez preferirías que la regla a seguir fuese: di la verdad a troche y moche. Dila sin miramientos, a todos, en todo momento y sobre todos los asuntos. Sí, así la cosa sería más sencilla.  Y tendría un aspecto más grandioso, más decidido.  No sería necesario esforzarse con la cabeza y el corazón.  Pero piensa durante un momento cuáles serías las consecuencias de tal proceder.  Te darás cuenta enseguida deque eso no puede ser.  Ahí está precisamente lo difícil: en que la verdad nos se puede separar del amor.

      Dios es no solo la verdad, sino que también es el amor.  Y solo habita en la verdad que procede del amor.  Y Dios es no solo la verdad, sino también la reverencia viva misma.  Y se complace solamente en la verdad que está enlazada con una actitud reverente.

      A la larga, esa falsa veracidad no puede mantenerse en pie.  Algún día se derrumbará.  Solo subsiste la que obedece a una intención pura y se esfuerza en perseverar en el amor a la otra persona y en la actitud reverente hacia la dignidad de la verdad misma.  Así que vamos a esforzarnos por ser absolutamente veraces, pero también, al mismo tiempo, por ser respetuosos y delicados con el prójimo.  Ser absolutamente veraces, pero al mismo tiempo saber cuándo es el momento y la ocasión de hablar y cuándo no.  Con esa veracidad estamos edificando el Reino de Dios.

      ¿Podremos encontrar un apoyo para ello en la colaboración del cuerpo? El cuerpo puede mucho, tanto para lo bueno como para lo malo.  Déjame  que te proponga una cosa: cuando hables con alguien, mírales a los ojos.  Sobre todo porque de esa manera abrimos un camino expedito entre nosotros y los demás.  Esa mirada abierta está diciendo: puedes ver que nada se esconde tras mis palabras, y quiero saber que también en ti sucede lo mismo.  Los dos queremos saber a qué podemos atenernos y qué es lo que realmente pretende el otro.  Pues quien miente evita la mirada del que tiene adelante, a no ser que hay perdido ya toda vergüenza.  Teme que el interlocutor pueda leer en sus  ojos que detrás de sus palabras se esconde otra cosa distinta.  Mirar abiertamente a los ojos es expresión viva de que tenemos de antemano una voluntad incondicionada de ser sinceros.  Además, de ese modo establecemos un contacto muy directo con el otro.  Vemos qué efecto producen nuestras palabras.  Notamos cuándo hemos ido demasiado lejos, y podemos enmendar ese error.  Notamos si nuestras palabras no han caído en el terreno apropiado y podemos callar.  Tampoco esto resulta siempre tan sencillo.  Alguien puede ser sincero de todo corazón y sin embargo no poder mirar al otro fijamente a los ojos.  Pues esa fijeza en la mirada depende en gran parte de si somos o no personas nerviosas. Así que, si es necesario, tendremos que ejercitarnos en ello.  No como si fuese un deporte o gimnasia corporal, sino como manifestación externa y refuerzo de la voluntad de ser sincero.

      ¿Y sabes dónde se pueden aprender para hablar con veracidad cosas a las que nos es posible acceder de ningún otro modo? En el silencio y en la soledad.  Las palabras poseen un dinamismo propio.  Una vez que se han puesto en movimiento se precipitan solas ladera abajo, al modo de un desprendimiento de rocas que solo obedecen a su propio impulso.  Es una gran tentación la que reside en las palabras.  Quien sucumbe a ella llega a mentir sin saber cómo. En esa situación se dicen las palabras por ellas mismas, atendiendo solo a lo que en ellas brilla y resuena, y se hace traición “a la cosa”.  Pero, si nos callamos, las palabras pierden ese poder y retenemos “la cosa”.  La cosa nos habla, nosotros la oímos y notamos si la hemos servido o hemos jugado con ella.  Quizá ya hayas hecho tú esa experiencia.  En el instituto ha habido una discusión.  Los demás estaban a nuestro alrededor en actitud expectante, entonces nos hemos puesto a hablar, las palabras iban fluyendo y sonaban grandiosas y llenas de fuerza, poniéndonos en un estado similar a la embriaguez.  Unos días después meditamos con tranquilidad sobre los sucedido, y entonces se nos abren los ojos.  Vemos qué vacías eran nuestras palabras, mero parlamento teatral.  Notamos qué injustas han sido con otras personas y cómo han sacado a la luz pública cosas que eran demasiado bellas (o no) para ser manifestadas de esa manera. ¡Oh, en tales situaciones, podemos llegar a ver con mucha claridad qué hemos hecho, con tanta claridad, que nos arda del alma de vergüenza y de ira!

      La otra fuerza que nos conduce a la mentira es la cercanía de las personas.  Cuando nos rodea la gente se despiertan la vanidad, los celos, el egoísmo, el ansia de dominar; todo lo malo que lleva a mentir.  En cambio, en la soledad todo eso desaparece y estamos ante Dios y nuestra conciencia.  Entonces somos libres y vemos claro.  Por ejemplo: se ha reunido un grupo de amigos y uno de ellos está contando algo.  Qué grande es la tentación de deformar la verdad para poder hacer un chiste, con la sola finalidad de que los demás se rían.  O de presumir para que nos admiren. Cuando estamos solos, ese hechizo se desvanece. Nos llevamos las manos a la cabeza y nos preguntamos: ¿cómo fuiste capaza de decir eso? Solo para provocar una carcajada…, o una mirada de admiración.  Aprendamos, pues, el arte de callar.  De entrada, no decir nada de lo que no estemos seguros.  Pero también de cuando en cuando callar aunque estemos convencidos de tener razón, y en vez de hablar escuchar y reflexionar.

      Y después busquemos a veces la soledad, lejos de la gente.  Solos en un viaje, solos en nuestra habitación, solos en una iglesia silenciosa.  Y allí callar a fondo. Hay también un parloteo interior.  También ese debe cesar.  Dios está ahí y mi conciencia.  Y entonces meditamos con tranquilidad sobre un asunto importante.  Pero dejando hablar a las cosas mismas.  Esto es: las miramos, les abrimos nuestro corazón, tratamos con todo cuidado de llegar a saber cómo son realmente.  Después, cuando tengamos que hablar, eso hará a nuestras palabras más plenas y verdaderas.  O, tras haber mantenido una conversación cualquiera, preguntarnos en la soledad: Señor ¿cómo ha sido la cosa? ¿He hablado por ti o por mí? ¿He dicho la verdad o no? ¿La he dicho en actitud reverente, con amor? Así es como en la soledad aprendemos a estar entre las personas de la manera correcta.  Y el silencio nos enseña a hablar bien-

      Por la noche volvamos a preguntarnos ¿cómo me he conducido hoy, hoy por la mañana, en clase, en las conversaciones que he mantenido, en casa, en el trabajo? Ahí debemos ser bien estrictos con nosotros mismos.  No temerosos.  Si propendes a caer en una actitud acobardada, omite por completo ese examen de la noche.  Pero de lo contrario no andes con miramientos contigo mismo ¿he trabajado por el Reino de Dios? ¿He hecho aumentar su Reino, o lo he dejado en la estacada? ¿He dicho la verdad con amor, o la he dicho sin respetar a las personas? ¿La he dicho con una actitud reverente, o la he soltado a destiempo? ¿Era la verdad lo que me importaba, o por el contrario llamar la atención, disputar y ejercer violencia? Sacamos cuentas sobre todo ello con Dios y le pedimos fuerza para hacerlo mejor al día siguiente. Y antes de quedarnos dormidos volvemos a introducir un pensamiento eficaz en los más profundo de nuestra alma: mañana voy a ser veraz el día entero…con la mirada libre…con la palabra abierta y tranquila…comedido, respetuoso, pero firme…, así voy a ser mañana el día entero.

Para reflexionar: ¿Qué sucede cuando un amigo lo está pasando mal y creemos que podemos ayudarle mediante una mentira? – La mentira ante el lecho de un enfermo.- Las mentiras por cortesía.- Las “maneras de hablar” en el trato social cotidiano.- Cuando no podemos soportar a alguien.  Prudencia y astucia.- Delicadeza con el prójimo y falta de confianza en uno mismo.- En las conversaciones: lucha enconada, pero jovial, y caballerosidad con el contrario.- ¿Cuándo debemos decir a una persona lo que pensamos de ella?- El silencio indulgente.- Callar por amor.  Callar por humildad.- Hablar puede ser tocar en lo más vivo; verdades delicadas, 

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