significado antiguo y nuevo de la pureza
Audiencia General del 10 de diciembre de 1980
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1. Un análisis sobre la pureza será complemento indispensable de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: «No adulterarás», hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en el sermón de la montaña esta comprendida en el enunciado de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). De este modo Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.

2. Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza -pero también de la impureza moral- en el significado fundamental y mas genérico de la palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que sus discípulos «traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen» (Mt 15, 2).

Jesús dijo entonces a los presentes: «No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro» (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: «...lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias; pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre» (cf. Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23).

Cuando decimos «pureza», «puro», en el significado primero de estos términos, indicamos lo que contrasta con lo sucio. «Ensuciar» significa «hacer inmundo», «manchar». Esto se refiere a los diversos ámbitos del mundo físico. Por ejemplo se habla de una «calle sucia», de una «habitación sucia», se habla también del «aire contaminado». Y así también el hombre puede ser «inmundo», cuando su cuerpo no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo, es necesario lavarlo. En la tradición del Antiguo Testamento se atribuía una gran importancia a las abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos antes de comer, de lo que habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas prescripciones se referían a las abluciones del cuerpo en relación con la impureza sexual, entendida en sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya hemos aludido anteriormente (cf. Lev 15). De acuerdo con el estado de la ciencia médica del tiempo, las diversas abluciones podían corresponder a prescripciones higiénicas. En cuanto eran impuestas en nombre de Dios y contenidas en los Libros Sagrados de la legislación veterotestamentaria, la observancia de ellas adquiría, indirectamente, un significado religioso; eran abluciones rituales y, en la vida del hombre de la Antigua Alianza, servían a la «pureza ritual».

3. Con relación a dicha tradición jurídico-religiosa de la Antigua Alianza se formó un modo erróneo de entender la pureza moral (1). Se la entendía frecuentemente de modo exclusivamente exterior y «material». En todo caso se difundió una tendencia explícita a esta interpretación. Cristo se opone a ella de modo radical nada hace al hombre inmundo «desde el exterior», ninguna suciedad «material» hace impuro al hombre en sentido moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni siquiera ritual, es idónea de por sí para producir la pureza moral. Esta tiene su fuente exclusiva en el interior del hombre: proviene del corazón. Es probable que las respectivas prescripciones del Antiguo Testamento (por ejemplo, las que se hallan en el Levítico 15, 16-24; 18, 1, ss., o también 12, 1-5) sirviesen, además de para fines higiénicos incluso para atribuir una cierta dimensión de interioridad a lo que en la persona humana es corpóreo y sexual. En todo caso, Cristo se cuidó bien de no vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los relativos procesos orgánicos. A la luz de las palabras de Mateo 15, 18-20, antes citadas ninguno de los aspectos de la «inmundicia» sexual, en el sentido estrictamente somático, bio-fisiológico, entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral (ético).

El referido enunciado (Mt 15, 18-20) es importante sobre todo por razones semánticas. Al hablar de la pureza en sentido moral, es decir, de la virtud de la pureza, nos servimos de una analogía, según la cual el mal moral se compara precisamente con la inmundicia. Ciertamente esta analogía ha entrado a formar parte, desde los tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo la vuelve a tomar y la confirma en toda su extensión: «Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre». Aquí Cristo habla de todo mal moral, de todo pecado, esto es, de transgresiones de los diversos mandamientos, y enumera «dos malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias», sin limitarse a un específico genero de pecado». De ahí se deriva que el concepto de «pureza» y de «impureza» en sentido moral es ante todo un concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación de pureza, y todo mal moral es manifestación de impureza. El enunciado de Mateo 15, 18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al conectado con el mandamiento «No adulterarás» y «No desearás la mujer de tu prójimo», es decir, a lo que se refiere a las relacione, recíprocas entre el hombre y la mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente podemos entender también la bienaventuranza del sermón de la montaña, dirigida a los hombres «limpios de corazón», tanto en sentido genérico, como en el más específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar y precisar este significado.

5. El significado mas amplio y general de la pureza está presente también en las Cartas de San Pablo, en las que gradualmente individuaremos los contextos que, de modo explícito, restringen el significado de la pureza al ámbito «somático» y «sexual», es decir, a ese significado que podemos tomar de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña sobre la concupiscencia, que se expresa ya en el «mirar a la mujer» y se equipara a un «adulterio cometido en el corazón» (cf. Mt 5, 27-28).

San Pablo no es el autor de las palabras sobre la triple concupiscencia. Como sabemos, éstas se encuentran en la primera Carta de Juan. Sin embargo, se puede decir que análogamente a esa que para Juan (1 Jn 2, 16-17) es contraposición en el interior del hombre entre Dios y el mundo (entre lo que viene «del Padre» y lo que viene «del mundo») -contraposición que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como «concupiscencia de la carne y soberbia de la vida»-, San Pablo pone de relieve en el cristiano otra contradicción, la oposición y juntamente la tensión entre la «carne» y el «Espíritu» (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo): «Os digo, pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 16-17). De aquí se sigue que la vida «según la carne» está en oposición a la vida «según el Espíritu». «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales» (Rom 8, 5).

En los análisis sucesivos trataremos de mostrar que la pureza -la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el sermón de la montaña- se realiza precisamente en la «vida según el Espíritu».
 



Notas

(1) Junto a un sistema complejo de prescripciones referentes a la pureza ritual, basándose en el cual se desarrolló la casuística legal, existía, sin embargo, en el Antiguo Testamento el concepto de una pureza moral, que se había transmitido por dos corrientes.

Los Profetas exigían un comportamiento conforme a la voluntad de Dios, lo que supone la conversión del corazón, la obediencia interior y la rectitud total ante él (cf., por ejemplo, Is 1, 10-20; Jer 4, 14; 24, 7; Ez 36, 25 ss.). Una actitud semejante requiere también el Salmista: «¿Quién puede subir al monte del Señor?... El hombre de manos inocentes y puro corazón... recibirá la bendición del Señor» (Sal 24 [23] 3-5).

Según la tradición sacerdotal, el hombre que es consciente de su profundo estado pecaminoso, al no ser capaz de realizar la purificación con las propias fuerzas, suplica a Dios para que realice esa transformación del corazón, que solo puede ser obra de un acto suyo creador: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro... Lávame: quedaré mas blanco que la nieve... Un corazón quebrantado y humillado, Tu no lo desprecias» (Sal 51 [50] 12, 9, 19).

Ambas corrientes del Antiguo Testamento se encuentran en la bienaventuranza de los «limpios de corazón» (Mt 5, 8), aun cuando su formulación verbal parece estar cercana al Salmo 24. (Cr. J. Dupont, Les beatitudes, vol. III: Les Evangelistes, París 1973, Gabalda, págs. 603 604).

 

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