Las Dimensiones de la vida consagrada

L’OSSERVATORE ROMANO - 26 de octubre, de 1994

1. Varias veces, en las catequesis anteriores, he hablado de los «consejos evangélicos», que en la vida consagrada se traducen en los «votos» -o al menos compromisos de castidad, pobreza y obediencia. Adquieren su pleno significado en el contexto de una vida totalmente dedicada a Dios, en comunión con Cristo. El adverbio «totalmente» (totaliter), que utiliza santo Tomás de Aquino para especificar el valor esencial de la vida religiosa, es muy expresivo. «La religión es la virtud por la cual se ofrece algo para el culto y el servicio de Dios. Por eso se llaman religiosos por antonomasia aquellos que se consagran totalmente al servicio divino, ofreciéndose a Dios como holocausto» (Summa Theol., II-II, q. 186, a. 1). Es un concepto tomado de la tradición de los Padres, especialmente de san Jerónimo (cf. Epist. 125. ad Rusticum), y de san Gregorio Magno (cf. Super Ezech., hom. 20). El Concilio Vaticano II, que cita a santo Tomás de Aquino, hace suya esta doctrina y habla de la «consagración a Dios», íntima y perfecta, que como desarrollo de la consagración bautismal se realiza en el estado religioso mediante los vínculos de los consejos evangélicos (cf. Lumen gentium, 44).

2. Adviértase que en esta consagración no es el compromiso humano lo que tiene la prioridad. La iniciativa viene de Cristo, que pide un pacto de libre consentimiento cuando se le sigue. Es él quien, tomando posesión de la persona humana, la «consagra».

Según el Antiguo Testamento, Dios mismo consagraba a las personas o las cosas, comunicándoles de algún modo su propia santidad. Esto no hay que entenderlo en el sentido de que Dios santificase internamente a las personas, y mucho menos las cosas, sino en el sentido de que tomaba posesión de ellas y las reservaba para su servicio directo. Los objetos «sagrados» estaban destinados al culto del Señor, y por eso podían servir sólo en el ámbito del templo y del culto, no para lo que era profano. Este era el carácter sagrado atribuido a las cosas, que no podían tocar manos profanas (por ejemplo, el Arca de la Alianza, o los cálices del templo de Jerusalén, profanados -como se lee en 1 M 1, 22 -por Antíoco Epífanes). A su vez, el pueblo de Israel fue «santo» como «propiedad del Señor» (segullah = el tesoro personal del soberano), y por eso tenía un carácter sagrado (cf. Ex 19, 5: Dt 7, 6; Sal 135, 4, etc.). Para dirigir su palabra a esta «segullah», Dios se elegía «portavoces», «hombres de Dios», «profetas», que debían hablar en su nombre. Él los santificaba (moralmente) mediante la relación de confianza y especial amistad que les reservaba, hasta el punto de que algunos de esos personajes eran calificados como «amigos de Dios» (cf. Sb 7, 27; Is 41, 8; St 2, 23).

Pero no existía persona o medio o instrumento institucional que pudiese transmitir por fuerza intrínseca a los hombres, aun a los más disponibles, la santidad de Dios. Ésta sería la gran novedad del bautismo cristiano, por medio del cual los creyentes tienen «el corazón purificado» (Hb 10, 22), y están interiormente «lavados... santificados... justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 1 l).

3. Elemento esencial de la Ley evangélica es la gracia, que es una fuerza de vida justificante y salvífica, como explica santo Tomás (cf. Summa Theol., I-II, q. 106, a. 2), siguiendo a san Agustín (cf. De spiritu et littera, c. 17). Cristo toma posesión de la persona desde dentro ya con el bautismo, en el que comienza su acción santíficadora, «consagrándola» y suscitando en ella la exigencia de una respuesta que él mismo hace posible con su gracia en la medida de la capacidad físico-psíquica, espiritual y moral de] sujeto. El dominio soberano que ejerce la gracia de Cristo en la consagración no disminuye en absoluto la libertad de la respuesta a la llamada ni el valor y la importancia del compromiso humano. Eso resulta especialmente evidente en la llamada a la práctica de los consejos evangélicos. La invitación de Cristo va acompañada de una gracia que eleva a la persona humana, dotándola de capacidades de orden superior para seguir esos consejos. Esto significa que en la vida consagrada existe un desarrollo de la misma personalidad humana, no frustrada sino elevada y valorizada por el don divino.

4. El hombre que acepta el llamamiento y sigue los consejos evangélicos cumple un acto fundamental de amor a Dios, como se lee en la constitución Lumen gentium (n, 44) del Concilio Vaticano II. Los votos religiosos tienen la finalidad de realizar un vértice de amor: de un amor completo, dedicado a Cristo bajo el impulso del Espíritu Santo y ofrecido al Padre por medio de Cristo. De ahí el valor de oblación y de consagración de la profesión religiosa, que en la tradición cristiana oriental y occidental es considerada como un baptismus flaminis, en cuanto que «el corazón de un hombre es impulsado por el Espíritu Santo a creer en Dios, a amarlo y a arrepentírse de sus pecados» (Summa Theol., III, q. 66, a. 11).

He expuesto esta idea de un bautismo casi nuevo en la carta Redemptionis donum: «La profesión refigiosa -escribí allí-, sobre la base sacramental del bautismo en la que está fundamentada, es una nueva "sepultura en la muerte de Cristo"; nueva, mediante la conciencia y la opción; nueva, mediante el amor y la vocación; nueva, mediante la incesante "conversión". Tal "sepultura en la muerte" hace que el hombre, "sepultado con Cristo", viva como Cristo en una "vida nueva". En Cristo crucificado encuentran su fundamento último tanto la consagración bautismal como la profesión de los consejos evangélicos, la cual -según las palabras del Vaticano II- "constituye una especial consagración". Esta es a la vez muerte y liberación. San Pablo escribe: "consideraos muertos al pecado"; al mismo tiempo, sin embargo, llama a esta muerte "liberación de la esclavitud del pecado". Pero sobre todo la consagración religiosa constituye, sobre la base sacramental del bautismo, una nueva vida "por Dios en Jesucristo"» (n. 7).

5. Esta vida es tanto más perfecta y recoge más abundantes los frutos de la gracia bautismal (cf. Lumen gentium, 44), en cuanto que la íntima unión con Cristo, adquirida en el bautismo, se desarrolla en una unión más completa. En efecto, el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, que se impone a los bautizados, se observa en plenitud con el amor dedicado a Dios mediante los consejos evangélicos. Es una peculiar consagración, (Perfectae caritatis, 5); una consagración más íntima al servicio divino «por un título nuevo y especial» (Lumen gentium, 44); una consagración nueva, que no se puede considerar una implicación o una consecuencia lógica del bautismo. El bautismo no implica necesariamente una orientación hacia el celibato y la renuncia a la posesión de los bienes en la forma de los consejos evangélicos. En la consagración religiosa, en cambio, se trata de la llamada a una vida que conlleva el don de un carisma original no concedido a todos, como afirma Jesús cuando habla del celibato voluntario (cf. Mt 19, 10-12). Es, un acto soberano de Dios, que libremente elige, llama, abre un camino, vinculado sin duda a la consagración bautismal, pero distinto de ella.

6. De modo análogo, se puede decir que la profesión de los consejos evangélicos desarrolla ulteriormente la consagración realizada en el sacramento de la confirmación. Es un nuevo don del Espíritu Santo, conferido para una vida cristiana activa en un compromiso más íntimo de colaboración y servicio a la Iglesia para producir, con los consejos evangélicos, nuevos frutos de santidad y de apostolado, más allá de las exigencias de la consagración de la confirmación. También el sacramento de la confirmación -y el carácter de la militancia cristiana y del apostolado cristiano que conlleva- está en la raíz de la vida consagrada.

En este sentido es justo ver los efectos del bautismo y de la confirmación en la consagración que implica la aceptación de los consejos evangélicos y encuadrar la vida religiosa, que por su naturaleza es carismática, en la economía sacramental. En esta línea, se puede también observar que, para los religiosos sacerdotes, también el sacramento del orden produce sus frutos en la práctica de los consejos evangélicos, incluyendo la exigencia de una pertenencia más íntima al Señor. Los votos de castidad, pobreza y obediencia tienden a realizar concretamente esta pertenencia.

7. El vínculo de los consejos evangélicos con los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden, sirve para mostrar el valor esencial que representa la vida consagrada para el desarrollo de la santidad de la Iglesia. Y por eso deseo concluir con la invitación a orar -orar mucho- para obtener que el Señor conceda cada vez más el don de la vida consagrada a la Iglesia que él mismo ha querido e instituido como «santa».

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