EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL

PASTORES GREGIS


DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

SOBRE EL OBISPO SERVIDOR DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA  ESPERANZA DEL MUNDO

 

ATENCION:
Para facilitar la recepción de estas páginas, hemos dividido el documento en tres partes:

PARTE I -Capítulos I-II (ES ESTA PAGINA)
PARTE II - Capítulos III-V
PARTE III -Capítulos VI-VII y Conclusión
PARTE IV - Notas


INTRODUCCIÓN

1. Los Pastores de la grey son conscientes de que, en el cumplimiento de su ministerio de Obispos, cuentan con una gracia divina especial. En el Pontifical Romano, durante la solemne oración de ordenación, el Obispo ordenante principal, después de invocar la efusión del Espíritu que gobierna y guía, repite las palabras del antiguo texto de la Tradición Apostólica: «  Padre Santo, tú que conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu santa grey  ».1 Sigue cumpliéndose así la voluntad del Señor Jesús, el Pastor eterno, que envió a los Apóstoles como Él fue enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21), y ha querido que sus sucesores, es decir los Obispos, fueran los pastores de su Iglesia hasta el fin de los siglos.2

La imagen del Buen Pastor, tan apreciada ya por la iconografía cristiana primitiva, estuvo muy presente en los Obispos venidos de todo el mundo, los cuales se reunieron del 30 de septiembre al 27 de octubre de 2001 para la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Cerca de la tumba del apóstol Pedro, reflexionaron conmigo sobre la figura del Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo. Todos estuvieron de acuerdo en que la figura de Jesús, el Buen Pastor, es una imagen privilegiada en la cual hay que inspirarse continuamente. En efecto, nadie puede considerarse un pastor digno de este nombre «  nisi per caritatem efficiatur unum cum Christo  ».3 Ésta es la razón fundamental por la que «  la figura ideal del obispo con la que la Iglesia sigue contando es la del pastor que, configurado con Cristo en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia que se le ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón la solicitud por todas las Iglesias del mundo (cf. 2 Co 11, 28)  ».4

X Asamblea del Sínodo de los Obispos

2. Agradecemos, pues, al Señor que nos haya concedido la gracia de celebrar una vez más una Asamblea del Sínodo de los Obispos y tener en ella una profunda experiencia de ser Iglesia. A la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar cuando estaba aún vivo el clima del Gran Jubileo del año dos mil, al comienzo del tercer milenio cristiano, se llegó después de una larga serie de asambleas; unas especiales, con la perspectiva común de la evangelización en los diferentes continentes: África, América, Asia, Oceanía y Europa; y otras ordinarias, las más recientes, dedicadas a reflexionar sobre la gran riqueza que suponen para la Iglesia las diversas vocaciones suscitadas por el Espíritu en el Pueblo de Dios. En esta perspectiva, la atención prestada al ministerio propio de los Obispos ha completado el cuadro de esa eclesiología de comunión y misión que es necesario tener siempre presente.

A este respeto, los trabajos sinodales hicieron constantemente referencia a la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el episcopado y el ministerio de los Obispos, especialmente en el capítulo tercero de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los Obispos Christus Dominus. De esta preclara doctrina, que resume y desarrolla los elementos teológicos y jurídicos tradicionales, mi predecesor de venerada memoria Pablo VI pudo afirmar justamente: «  Nos parece que la autoridad episcopal sale del Concilio reafirmada en su institución divina, confirmada en su función insustituible, revalorizada en su potestad pastoral de magisterio, santificación y gobierno, dignificada en su prolongación a la Iglesia universal mediante la comunión colegial, precisada en su propio lugar jerárquico, reconfortada por la corresponsabilidad fraterna con los otros Obispos respecto a las necesidades universales y particulares de la Iglesia, y más asociada, en espíritu de unión subordinada y colaboración solidaria, a la cabeza de la Iglesia, centro constitutivo del Colegio episcopal  ».5

Al mismo tiempo, según lo establecido por el tema señalado, los Padres sinodales examinaron de nuevo el propio ministerio a la luz de la esperanza teologal. Este cometido se consideró en seguida especialmente apropiado para la misión del pastor, que en la Iglesia es ante todo portador del testimonio pascual y escatológico.

Una esperanza fundada en Cristo

3. En efecto, cada Obispo tiene el cometido de anunciar al mundo la esperanza, partiendo de la predicación del Evangelio de Jesucristo: la esperanza «  no solamente en lo que se refiere a las realidades penúltimas sino también, y sobre todo, la esperanza escatológica, la que espera la riqueza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 18) que supera todo lo que jamás ha entrado en el corazón del hombre (cf. 1 Co 2, 9) y en modo alguno es comparable a los sufrimientos del tiempo presente (cf. Rm 8, 18)  ».6 La perspectiva de la esperanza teologal, junto con la de la fe y la caridad, ha de moldear por completo el ministerio pastoral del Obispo.

A él corresponde, en particular, la tarea de ser profeta, testigo y servidor de la esperanza.

Tiene el deber de infundir confianza y proclamar ante todos las razones de la esperanza cristiana (cf. 1 P 3, 15). El Obispo es profeta, testigo y servidor de dicha esperanza sobre todo donde más fuerte es la presión de una cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia. Donde falta la esperanza, la fe misma es cuestionada. Incluso el amor se debilita cuando la esperanza se apaga. Ésta, en efecto, es un valioso sustento para la fe y un incentivo eficaz para la caridad, especialmente en tiempos de creciente incredulidad e indiferencia. La esperanza toma su fuerza de la certeza de la voluntad salvadora universal de Dios (cf. 1 Tm 2, 3) y de la presencia constante del Señor Jesús, el Emmanuel, siempre con nosotros hasta al final del mundo (cf. Mt 28, 20).

Sólo con la luz y el consuelo que provienen del Evangelio consigue un Obispo mantener viva la propia esperanza (cf. Rm 15, 4) y alimentarla en quienes han sido confiados a sus cuidados de pastor. Por tanto, ha de imitar a la Virgen María, Mater spei, la cual creyó que las palabras del Señor se cumplirían (cf. Lc 1, 45). Basándose en la Palabra de Dios y aferrándose con fuerza a la esperanza, que es como ancla segura y firme que penetra en el cielo (cf. Hb 6, 18-20), el Obispo es en su Iglesia como centinela atento, profeta audaz, testigo creíble y fiel servidor de Cristo, «  esperanza de la gloria  » (cf. Col 1, 27), gracias al cual «  no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas  » (Ap 21, 4).

La Esperanza, cuando fracasan las esperanzas

4. Todos recordarán que las sesiones del Sínodo de los Obispos se desarrollaron durante días muy dramáticos. En los Padres sinodales estaba aún muy vivo el eco de los terribles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que causaron innumerables víctimas inocentes e hicieron surgir en el mundo graves e inusitadas situaciones de incertidumbre y de temor por la civilización humana misma y la pacífica convivencia entre las naciones. Se perfilaban nuevos horizontes de guerra y muerte que, sumándose a las situaciones de conflicto ya existentes, manifestaban en toda su urgencia la necesidad de invocar al Príncipe de la Paz para que los corazones de los hombres volvieran a estar disponibles para la reconciliación, la solidaridad y la paz.7

Junto con la plegaria, la Asamblea sinodal hizo oír su voz para condenar toda forma de violencia e indicar en el pecado del hombre sus últimas raíces. Ante el fracaso de las esperanzas humanas que, basándose en ideologías materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden medir todo en términos de eficiencia y relaciones de fuerza o de mercado, los Padres sinodales reafirmaron la convicción de que sólo la luz del Resucitado y el impulso del Espíritu Santo ayudan al hombre a poner sus propias expectativas en la esperanza que no defrauda. Por eso proclamaron: «  no podemos dejarnos intimidar por las diversas formas de negación del Dios vivo que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan minar la esperanza cristiana, parodiarla o ridiculizarla. Lo confesamos en el gozo del Espíritu: Cristo ha resucitado verdaderamente. En su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la vida eterna para todos los hombres que aceptan convertirse  ».8

La certeza de esta profesión de fe ha de ser capaz de hacer cada día más firme la esperanza de un Obispo, llevándole a confiar en que la bondad misericordiosa de Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación y de ofrecerlos a la libertad de cada hombre. La esperanza le anima a discernir, en el contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida capaces de derrotar los gérmenes nocivos y mortales. La esperanza le anima también a transformar incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento, proponiendo la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza en Jesús, el Buen Pastor, es la que llena su corazón de compasión impulsándolo a acercarse al dolor de cada hombre y mujer que sufre, para aliviar sus llagas, confiando siempre en que podrá encontrar la oveja extraviada. De este modo el Obispo será cada vez más claramente signo de Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia. Actuando como padre, hermano y amigo de todos, estará al lado de cada uno como imagen viva de Cristo, nuestra esperanza, en el que se realizan todas las promesas de Dios y se cumplen todas las esperanzas de la creación.9

Servidor del Evangelio para la esperanza del mundo

5. Así pues, al entregar esta Exhortación apostólica, en la cual tomo en consideración el acervo de reflexión madurado con ocasión de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, desde los primeros Lineamenta al Instrumentum Laboris; desde las intervenciones de los Padres sinodales en el Aula a las dos Relaciones que las han introducido y compendiado; desde el enriquecimiento de ideas y de experiencia pastoral, puesto de manifiesto en los circuli minores, a las Propositiones que me han presentado al final de los trabajos sinodales para que ofreciera a toda la Iglesia un documento sobre el tema sinodal: El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo,10 dirijo un saludo fraterno y envío un beso de paz a todos los Obispos que están en comunión con esta Cátedra, confiada primero a Pedro para que fuera garante de la unidad y, como es reconocidos por todos, presidiera en el amor.11

Venerados y queridos Hermanos, os repito la invitación que he dirigido a toda la Iglesia al principio del nuevo milenio: Duc in altum! Más aún, es Cristo mismo quien la repite a los Sucesores de aquellos Apóstoles que la escucharon de sus propios labios y, confiando en Él, emprendieron la misión por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc 5, 4). A la luz de esta insistente invitación del Señor «  podemos releer el triple munus que se nos ha confiado en la Iglesia: munus docendi, sanctificandi et regendi. Duc in docendo. 'Proclama la palabra –diremos con el Apóstol–, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina' (2 Tm 4, 2). Duc in sanctificando. Las redes que estamos llamados a echar entre los hombres son ante todo los sacramentos, de los cuales somos los principales dispensadores, reguladores, custodios y promotores. Forman una especie de red salvífica que libera del mal y conduce a la plenitud de la vida. Duc in regendo. Como pastores y verdaderos padres, con la ayuda de los sacerdotes y de otros colaboradores, tenemos el deber de reunir la familia de los fieles y fomentar en ella la caridad y la comunión fraterna... Aunque se trate de una misión ardua y difícil, nadie debe desalentarse. Con san Pedro y con los primeros discípulos, también nosotros renovemos confiados nuestra sincera profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre, echaré las redes!' (Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh Cristo, queremos servir a tu Evangelio para la esperanza del mundo!  ».12

De este modo, viviendo como hombres de esperanza y reflejando en el propio ministerio la eclesiología de comunión y misión, los Obispos deben ser verdaderamente motivo de esperanza para su grey. Sabemos que el mundo necesita de la «  esperanza que no defrauda  » (Rm 5, 5). Sabemos que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que brota de la Cruz.

Ave Crux spes unica! Que este saludo pronunciado en el Aula sinodal en el momento central de los trabajos de la X Asamblea General del Sínodo de los Obispos, resuene siempre en nuestros labios, porque la Cruz es misterio de muerte y de vida. La Cruz se ha convertido para la Iglesia en «  árbol de la vida  ». Por eso anunciamos que la vida ha vencido la muerte.

En este anuncio pascual nos ha precedido una muchedumbre de santos Pastores que in medio Ecclesiae han sido signos elocuentes del Buen Pastor. Por ello, nosotros alabamos y damos gracias sin cesar a Dios omnipotente y eterno porque, como cantamos en la liturgia, nos fortalecen con su ejemplo, nos instruyen con su palabra y nos protegen con su intercesión.13 El rostro de cada uno de estos santos Obispos, desde los comienzos de la vida de la Iglesia hasta nuestros días, como dije al final de los trabajos sinodales, es como una tesela que, colocada en una especie de mosaico místico, compone el rostro de Cristo Buen Pastor. En Él, pues, ponemos nuestra mirada, siendo también modelos de santidad para la grey que el Pastor de los Pastores nos ha confiado, para ser cada vez con mayor empeño ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.

Contemplando el rostro de nuestro Maestro y Señor en el momento en que «  amó a los suyos hasta el extremo  », todos nosotros, como el apóstol Pedro, nos dejamos lavar los pies para tener parte con Él (cf. Jn 13, 1-9). Y, con la fuerza que en la Santa Iglesia proviene de Él, repetimos en voz alta ante nuestros presbíteros y diáconos, las personas consagradas y todos los queridos fieles laicos: «  vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos; pero si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad  ».14 Ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.

 

CAPÍTULO I

MISTERIO Y MINISTERIO DEL OBISPO

«  ... y eligió doce de entre ellos  » (Lc 6, 13)

6. El Señor Jesús, durante su peregrinación terrena, anunció el Evangelio del Reino y lo inauguró en sí mismo, revelando su misterio a todos los hombres.15 Llamó a hombres y mujeres para que lo siguieran y eligió entre sus discípulos a doce para que «  estuvieran con Él  » (Mc 3, 14). El Evangelio según san Lucas precisa que Jesús hizo esta elección tras una noche de oración en el monte (cf. Lc 6, 12). El Evangelio según san Marcos, por su parte, parece calificar dicha acción de Jesús como una decisión soberana, un acto constitutivo que otorga identidad a los elegidos: «  Instituyó Doce  » (Mc 3, 14). Se desvela así el misterio de la elección de los Doce: es un acto de amor, querido libremente por Jesús en unión profunda con el Padre y con el Espíritu Santo.

La misión confiada por Jesús a los Apóstoles debe durar hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), ya que el Evangelio que se les encargó transmitir es la vida para la Iglesia de todos los tiempos. Precisamente por esto los Apóstoles se preocuparon de instituir sucesores, de modo que, como dice san Ireneo, se manifestara y conservara la tradición apostólica a través de los siglos.16

La especial efusión del Espíritu Santo que recibieron los Apóstoles por obra de Jesús resucitado (cf. Hch 1, 5.8; 2, 4; Jn 20, 22-23), ellos la transmitieron a sus colaboradores con el gesto de la imposición de las manos (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6-7). Éstos, a su vez, con el mismo gesto, la transmitieron a otros y éstos últimos a otros más. De este modo, el don espiritual de los comienzos ha llegado hasta nosotros mediante la imposición de las manos, es decir, la consagración episcopal, que otorga la plenitud del sacramento del orden, el sumo sacerdocio, la totalidad del sagrado ministerio. Así, a través de los Obispos y de los presbíteros que los ayudan, el Señor Jesucristo, aunque está sentado a la derecha de Dios Padre, continúa estando presente entre los creyentes. En todo tiempo y lugar Él predica la palabra de Dios a todas las gentes, administra los sacramentos de la fe a los creyentes y dirige al mismo tiempo el pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la bienaventuranza eterna. El Buen Pastor no abandona su rebaño, sino que lo custodia y lo protege siempre mediante aquéllos que, en virtud de su participación ontológica en su vida y su misión, desarrollando de manera eminente y visible el papel de maestro, pastor y sacerdote, actúan en su nombre en el ejercicio de las funciones que comporta el ministerio pastoral y son constituidos como vicarios y embajadores suyos.17

Fundamento trinitario del ministerio episcopal

7. Considerada en profundidad, la dimensión cristológica del ministerio pastoral lleva a comprender el fundamento trinitario del ministerio mismo. La vida de Cristo es trinitaria. Él es el Hijo eterno y unigénito del Padre y el ungido por el Espíritu Santo, enviado al mundo; es Aquél que, junto con el Padre, envía el Espíritu a la Iglesia. Esta dimensión trinitaria, que se manifiesta en todo el modo de ser y de obrar de Cristo, configura también el ser y el obrar del Obispo. Con razón, pues, los Padres sinodales quisieron ilustrar explícitamente la vida y el ministerio del Obispo a la luz de la eclesiología trinitaria de la doctrina del Concilio Vaticano II.

Es muy antigua la tradición que presenta al Obispo como imagen del Padre, el cual, como escribió san Ignacio de Antioquía, es como el Obispo invisible, el Obispo de todos. Por consiguiente, cada Obispo ocupa el lugar del Padre de Jesucristo, de tal modo que, precisamente por esta representación, debe ser respetado por todos.18 Por esta estructura simbólica, la cátedra episcopal, que especialmente en la tradición de la Iglesia de Oriente recuerda la autoridad paterna de Dios, sólo puede ser ocupada por el Obispo. De esta misma estructura se deriva para cada Obispo el deber de cuidar con amor paternal al pueblo santo de Dios y conducirlo, junto con los presbíteros, colaboradores del Obispo en su ministerio, y con los diáconos, por la vía de la salvación.19 Viceversa, como exhorta un texto antiguo, los fieles deben amar a los Obispos, que son, después de Dios, padres y madres.20 Por eso, según una costumbre común en algunas culturas, se besa la mano al Obispo, como si fuera la del Padre amoroso, dador de vida.

Cristo es el icono original del Padre y la manifestación de su presencia misericordiosa entre los hombres. El Obispo, actuando en persona y en nombre de Cristo mismo, se convierte, para la Iglesia a él confiada, en signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia.21 En eso está la fuente del ministerio pastoral, por lo cual, como sugiere el esquema de homilía propuesto por el Pontifical Romano, ha de ejercer la tres funciones de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios con los rasgos propios del Buen Pastor: caridad, conocimiento de la grey, solicitud por todos, misericordia para con los pobres, peregrinos e indigentes, ir en busca de las ovejas extraviadas y devolverlas al único redil.

La unción del Espíritu Santo, en fin, al configurar al Obispo con Cristo, lo capacita para continuar su misterio vivo en favor de la Iglesia. Por el carácter trinitario de su ser, cada Obispo se compromete en su ministerio a velar con amor sobre toda la grey en medio de la cual lo ha puesto el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen hace presente; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el cual ha sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y con su fuerza sustenta la debilidad humana.22

Carácter colegial del ministerio episcopal

8. «  Instituyó Doce  » (Mc 3, 14). La Constitución dogmática Lumen gentium introduce con esta cita evangélica la doctrina sobre el carácter colegial del grupo de los Doce, constituidos «  a modo de Colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos  ».23 De manera análoga, al suceder el Obispo de Roma a san Pedro y los demás Obispos en su conjunto a los Apóstoles, el Romano Pontífice y los otros Obispos están unidos entre sí como Colegio.24

La unión colegial entre los Obispos está basada, a la vez, en la Ordenación episcopal y en la comunión jerárquica; atañe por tanto a la profundidad del ser de cada Obispo y pertenece a la estructura de la Iglesia como Cristo la ha querido. En efecto, la plenitud del ministerio episcopal se alcanza por la Ordenación episcopal y la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio y con sus miembros, es decir, con el Colegio que está siempre en sintonía con su Cabeza. Así se forma parte del Colegio episcopal,25 por lo cual las tres funciones recibidas en la Ordenación episcopal –santificar, enseñar y gobernar– deben ejercerse en la comunión jerárquica, aunque, por su diferente finalidad inmediata, de manera distinta.26

Esto es lo que se llama «  afecto colegial  », o colegialidad afectiva, de la cual se deriva la solicitud de los Obispos por las otras Iglesias particulares y por la Iglesia universal.27 Así pues, si debe decirse que un Obispo nunca está solo, puesto que está siempre unido al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, se debe añadir también que nunca se encuentra solo porque está unido siempre y continuamente a sus hermanos en el episcopado y a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro.

Dicho afecto colegial se realiza y se expresa en diferentes grados y de diversas maneras, incluso institucionalizadas, como son, por ejemplo, el Sínodo de los Obispos, los Concilios particulares, las Conferencias Episcopales, la Curia Romana, las Visitas ad limina, la colaboración misionera, etc. No obstante, el afecto colegial se realiza y manifiesta de manera plena sólo en la actuación colegial en sentido estricto, es decir, en la actuación de todos los Obispos junto con su Cabeza, con la cual ejercen la plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia.28

Esta índole colegial del ministerio apostólico ha sido querida por Cristo mismo. El afecto colegial, por tanto, o colegialidad afectiva (collegialitas affectiva) está siempre vigente entre los Obispos como communio episcoporum; pero sólo en algunos actos se manifiesta como colegialidad efectiva (collegialitas effectiva). Las diversas maneras de actuación de la colegialidad afectiva en colegialidad efectiva son de orden humano, pero concretan en grado diverso la exigencia divina de que el episcopado se exprese de modo colegial.29 Además, la suprema potestad del Colegio sobre toda la Iglesia se ejerce de manera solemne en los Concilios ecuménicos.30

La dimensión colegial da al episcopado el carácter de universalidad. Así pues, se puede establecer un paralelismo entre la Iglesia una y universal, y por tanto indivisa, y el episcopado uno e indiviso, y por ende universal. Principio y fundamento de esta unidad, tanto de la Iglesia como del Colegio de los Obispos, es el Romano Pontífice. En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, el Colegio, «  en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la universalidad del Pueblo de Dios; en cuanto reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Cristo  ».31 Por eso, «  la unidad del Episcopado es uno de los elementos constitutivos de la unidad de la Iglesia  ».32

La Iglesia universal no es la suma de las Iglesias particulares ni una federación de las mismas, como tampoco el resultado de su comunión, por cuanto, según las expresiones de los antiguos Padres y de la Liturgia, en su misterio esencial precede a la creación misma.33 A la luz de esta doctrina se puede añadir que la relación de mutua interioridad que hay entre la Iglesia universal y la Iglesia particular, se reproduce en la relación entre el Colegio episcopal en su totalidad y cada uno de los Obispos. En efecto, las Iglesias particulares están «  formadas a imagen de la Iglesia universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única  ».34 Por eso, «  el Colegio episcopal no se ha de entender como la suma de los Obispos puestos al frente de las Iglesias particulares, ni como el resultado de su comunión, sino que, en cuanto elemento esencial de la Iglesia universal, es una realidad previa al oficio de presidir las Iglesias particulares  ».35

Podemos comprender mejor este paralelismo entre la Iglesia universal y el Colegio de los Obispos a la luz de lo que afirma el Concilio: «  Los Apóstoles fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada  ».36 En los Apóstoles, como Colegio y no individualmente considerados, estaba contenida tanto la estructura de la Iglesia que, en ellos, fue constituida en su universalidad y unidad, como del Colegio de los Obispos sucesores suyos, signo de dicha universalidad y unidad.37

Por eso, «  la potestad del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no proviene de la suma de las potestades de los Obispos sobre sus Iglesias particulares, sino que es una realidad anterior en la que participa cada uno de los Obispos, los cuales no pueden actuar sobre toda la Iglesia si no es colegialmente  ».38 Los Obispos participan solidariamente en dicha potestad de enseñar y gobernar de manera inmediata, por el hecho mismo de que son miembros del Colegio episcopal, en el cual perdura realmente el Colegio apostólico.39

Así como la Iglesia universal es una e indivisible, el Colegio episcopal es asimismo un «  sujeto teológico indivisible  » y, por tanto, también la potestad suprema, plena y universal a la que está sometido el Colegio, como es el Romano Pontífice personalmente, es una e indivisible. Precisamente porque el Colegio episcopal es una realidad previa al oficio de ser Cabeza de una Iglesia particular, hay muchos Obispos que, aunque ejercen tareas específicamente episcopales, no están al frente de una Iglesia particular.40 Cada Obispo, siempre en unión con todos los Hermanos en el episcopado y con el Romano Pontífice, representa a Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia: no sólo de manera propia y específica cuando recibe el encargo de pastor de una Iglesia particular, sino también cuando colabora con el Obispo diocesano en el gobierno de su Iglesia,41 o bien participa en el ministerio de pastor universal del Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia universal. Puesto que a lo largo de su historia la Iglesia, además de la forma propia de la presidencia de una Iglesia particular, ha admitido también otras formas de ejercicio del ministerio episcopal, como la de Obispo auxiliar o bien la de representante del Romano Pontífice en los Dicasterios del Santa Sede o en las Representaciones pontificias, hoy, según las normas del derecho, admite también dichas formas cuando son necesarias.42

Carácter misionero y unitario del ministerio episcopal

9. El Evangelio según san Lucas narra que Jesús dio a los Doce el nombre de Apóstoles, que literalmente significa enviados, mandados (cf. 6, 13). En el Evangelio según san Marcos leemos también que Jesús instituyó a los Doce «  para enviar los a predicar  » (3, 14). Eso significa que la elección y la institución de los Doce como Apóstoles tiene como fin la misión. Este primer envío (cf. Mt 10, 5; Mc 6, 7; Lc 9, 1-2), alcanza su plenitud en la misión que Jesús les confía, después de la Resurrección, en el momento de la Ascensión al Cielo. Son palabras que conservan toda su actualidad: «  Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo  » (Mt 28, 18-20). Esta misión apostólica fue confirmada solemnemente el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo.

En el texto del Evangelio de san Mateo, se puede ver cómo todo el ministerio pastoral se articula según la triple función de enseñar, santificar y regir. Es un reflejo de la triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo. En efecto, nosotros, como cristianos y, de manera cualitativamente nueva, como sacerdotes, participamos en la misión de nuestro Maestro, que es Profeta, Sacerdote y Rey, y estamos llamados a dar un testimonio peculiar de Él en la Iglesia y ante el mundo.

Estas tres funciones (triplex munus), y las potestades subsiguientes, expresan el ministerio pastoral en su ejercicio (munus pastorale), que cada Obispo recibe con la Consagración episcopal. Por esta consagración se comunica el mismo amor de Cristo, que se concretiza en el anuncio del Evangelio de la esperanza a todas las gentes (cf. Lc 4, 16-19), en la administración de los Sacramentos a quien acoge la salvación y en la guía del Pueblo santo hacia la vida eterna. En efecto, se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen.43

Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium.44 Esto da la seguridad de que en la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo.

«  ...llamó a los que él quiso  » (Mc 3, 13)

10. La muchedumbre seguía a Jesús cuando Él decidió subir al monte y llamar hacia sí a los Apóstoles. Los discípulos eran muchos, pero Él eligió solamente a Doce para el cometido específico de Apóstoles (cf. Mc 3, 13-19). En el Aula Sinodal se escuchó frecuentemente el dicho de san Agustín: «  Soy Obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros  ».45

Como don que el Espíritu da a la Iglesia, el Obispo es ante todo, como cualquier otro cristiano, hijo y miembro de la Iglesia. De esta Santa Madre ha recibido el don de la vida divina en el sacramento del Bautismo y la primera enseñanza de la fe. Comparte con todos los demás fieles la insuperable dignidad de hijo de Dios, que ha de vivir en comunión y espíritu de gozosa hermandad. Por otro lado, por la plenitud del sacramento del Orden, el Obispo es también quien, ante los fieles, es maestro, santificador y pastor, encargado de actuar en nombre y en la persona de Cristo.

Evidentemente, no se trata de dos relaciones simplemente superpuestas entre sí, sino en recíproca e íntima conexión, al estar ordenadas una a otra, dado que ambas se alimentan de Cristo, único y sumo sacerdote. No obstante, el Obispo se convierte en «  padre  » precisamente porque es plenamente «  hijo  » de la Iglesia. Se plantea así la relación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial: dos modos de participación en el único sacerdocio de Cristo, en el que hay dos dimensiones que se unen en el acto supremo del sacrificio de la cruz.

Esto se refleja en la relación que, en la Iglesia, hay entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. El hecho de que, aunque difieran esencialmente entre sí, estén ordenados uno al otro,46 crea una reciprocidad que estructura armónicamente la vida de la Iglesia como lugar de actualización histórica de la salvación realizada por Cristo. Dicha reciprocidad se da precisamente en la persona misma del Obispo, que es y sigue siendo un bautizado, pero constituido en la plenitud del sacerdocio. Esta realidad profunda del Obispo es el fundamento de su «  ser entre  » los otros fieles y de su «  ser ante  » ellos.

Lo recuerda el Concilio Vaticano II en un texto muy bello: «  Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1, 1). Aunque algunos por voluntad de Cristo sean maestros, administradores de los misterios y pastores de los demás, sin embargo existe entre todos una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y la actividad común para todos los fieles en la construcción del Cuerpo de Cristo. En efecto, la diferencia que estableció el Señor entre los ministros sagrados y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, pues los Pastores y demás fieles están unidos entre sí porque se necesitan mutuamente. Los Pastores de la Iglesia, a ejemplo de su Señor, deben estar al servicio los unos de los otros y al servicio de los demás fieles. Éstos, por su parte, han de colaborar con entusiasmo con los maestros y los pastores  ».47

El ministerio pastoral recibido en la consagración, que pone al Obispo «  ante  » los demás fieles, se expresa en un «  ser para  » los otros fieles, lo cual no lo separa de «  ser con  » ellos. Eso vale tanto para su santificación personal, que ha de buscar en el ejercicio de su ministerio, como para el estilo con que lleva a cabo el ministerio mismo en todas sus funciones.

La reciprocidad que existe entre sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial, y que se encuentra en el mismo ministerio episcopal, muestra una especie de «  circularidad  » entre las dos formas de sacerdocio: circularidad entre el testimonio de fe de todos los fieles y el testimonio de fe auténtica del Obispo en sus actuaciones magisteriales; circularidad entre la vida santa de los fieles y los medios de santificación que el Obispo les ofrece; circularidad, por fin, entre la responsabilidad personal del Obispo respecto al bien de la Iglesia que se le ha confiado y la corresponsabilidad de todos los fieles respecto al bien de la misma.

 

CAPÍTULO II

LA VIDA ESPIRITUAL DEL OBISPO

«  Instituyó Doce, para que estuvieran con él  » (Mc 3, 14)

11. Con el mismo acto de amor con el que libremente los instituye Apóstoles, Jesús llama a los Doce a compartir su misma vida. Esta participación, que es comunión de sentimientos y deseos con Él, es también una exigencia inherente a la participación en su misma misión. Las funciones del Obispo no se deben reducir a una tarea meramente organizativa. Precisamente para evitar este riesgo, tanto los documentos preparatorios del Sínodo como numerosas intervenciones en el Aula de los Padres sinodales insistieron sobre lo que comporta, para la vida personal del Obispo y el ejercicio del ministerio a él confiado, la realidad del episcopado como plenitud del sacramento del Orden, en sus fundamentos teológicos, cristológicos y pneumatólogicos.

La santificación objetiva, que por medio de Cristo se recibe en el Sacramento con la efusión del Espíritu, se ha de corresponder con la santidad subjetiva, en la que, con la ayuda de la gracia, el Obispo debe progresar cada día más con el ejercicio de su ministerio. La transformación ontológica realizada por la consagración, como configuración con Cristo, requiere un estilo de vida que manifieste el «  estar con él  ». En consecuencia, en el Aula del Sínodo se insistió varias veces en la caridad pastoral, tanto como fruto del carácter impreso por el sacramento como de la gracia que le es propia. La caridad, se dijo, es como el alma del ministerio del Obispo, el cual se ve implicado en un proceso de pro-existentia pastoral, que le impulsa a vivir en el don cotidiano de sí para el Padre y para los hermanos como Cristo, el Buen Pastor.

El Obispo está llamado a santificarse y a santificar sobre todo en el ejercicio de su ministerio, visto como la imitación de la caridad del Buen Pastor, teniendo como principio unificador la contemplación del rostro de Cristo y el anuncio del Evangelio de la salvación.48 Su espiritualidad, pues, además del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, toma orientación e impulso de la Ordenación episcopal misma, que lo compromete a vivir en fe, esperanza y caridad el propio ministerio de evangelizador, sacerdote y guía en la comunidad. Por tanto, la espiritualidad del Obispo es una espiritualidad eclesial, porque todo en su vida se orienta a la edificación amorosa de la Santa Iglesia.

Esto exige en el Obispo una actitud de servicio caracterizada por la fuerza de ánimo, el espíritu apostólico y un confiado abandono a la acción interior del Espíritu. Por tanto, se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite la kénosis de Cristo siervo, pobre y humilde, de manera que el ejercicio de su ministerio pastoral sea un reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y lo lleve a ser, como Él, cercano a todos, desde el más grande al más pequeño. En definitiva, una vez más con una especie de reciprocidad, el ejercicio fiel y afable del ministerio santifica al Obispo y lo transforma en el plano subjetivo cada vez más conforme a la riqueza ontológica de santidad que el Sacramento le ha infundido.

No obstante, la santidad personal del Obispo nunca se limita al mero ámbito subjetivo, puesto que su frutos redundan siempre en beneficio de los fieles confiados a su cura pastoral. Al practicar la caridad propia del ministerio pastoral recibido, el Obispo se convierte en signo de Cristo y adquiere la autoridad moral necesaria para que, en el ejercicio de la autoridad jurídica, incida eficazmente en su entorno. En efecto, si el oficio episcopal no se apoya en el testimonio de santidad manifestado en la caridad pastoral, en la humildad y en la sencillez de vida, acaba por reducirse a un papel casi exclusivamente funcional y pierde fatalmente credibilidad ante el clero y los fieles.

Vocación a la santidad en la Iglesia de nuestro tiempo

12. Hay una figura bíblica que parece particularmente idónea para ilustrar la semblanza del Obispo como amigo de Dios, pastor y guía del pueblo. Se trata de Moisés. Fijándose en él, el Obispo puede encontrar inspiración para su ser y actuar como pastor, elegido y enviado por el Señor, valiente al conducir su pueblo hacia la tierra prometida, intérprete fiel de la palabra y de la ley del Dios vivo, mediador de la alianza, ferviente y confiado en la oración en favor de su gente. Como Moisés, que tras el coloquio con Dios en la montaña santa volvió a su pueblo con el rostro radiante (cf. Ex 34, 29-30), el Obispo podrá también llevar a sus hermanos los signos de su ser padre, hermano y amigo sólo si ha entrado en la nube oscura y luminosa del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Iluminado por la luz de la Trinidad, será signo de la bondad misericordiosa del Padre, imagen viva de la caridad del Hijo, transparente hombre del Espíritu, consagrado y enviado para conducir al Pueblo de Dios por las sendas del tiempo en la peregrinación hacia la eternidad.

Los Padres sinodales destacaron la importancia del compromiso espiritual en la vida, el ministerio y el itinerario del Obispo. Yo mismo he indicado esta prioridad, en sintonía con las exigencias de la vida de la Iglesia y la llamada del Espíritu Santo, que en estos años ha recordado a todos la primacía de la gracia, la gran exigencia de espiritualidad y la urgencia de testimoniar la santidad.

La llamada a la espiritualidad surge de la consideración de la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación. Su presencia es activa y dinámica, profética y misionera. El don de la plenitud del Espíritu Santo, que el Obispo recibe en la Ordenación episcopal, es una llamada valiosa y urgente a cooperar con su acción en la comunión eclesial y en la misión universal.

La Asamblea sinodal, celebrada tras el Gran Jubileo del 2000, asumió desde el principio el proyecto de una vida santa que yo mismo he indicado a toda la Iglesia: «  La perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad [...]. Terminado el Jubileo empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral  ».49 La acogida entusiasta y generosa de mi exhortación a poner en primer lugar la vocación a la santidad fue el clima en que se desarrollaron los trabajos sinodales y el contexto que, en cierto modo, unificó las intervenciones y las reflexiones de los Padres. Parecían vibrar en sus corazones aquellas palabras de san Gregorio Nacianzeno: «  Antes purificarse, después purificar; antes dejarse instruir por la sabiduría, después instruir; convertirse primero en luz y después iluminar; primero acercarse a Dios y después conducir los otros a Él; primero ser santos y después santificar  ».50

Por esta razón surgió repetidamente en la Asamblea sinodal el deseo de definir claramente la especificidad «  episcopal  » del camino de santidad de un Obispo. Será siempre una santidad vivida con el pueblo y por el pueblo, en una comunión que se convierte en estímulo y edificación recíproca en la caridad. No se trata de aspectos secundarios o marginales. En efecto, la vida espiritual del Obispo favorece precisamente la fecundidad de su obra pastoral. El fundamento de toda acción pastoral eficaz, ¿no reside acaso en la meditación asidua del misterio de Cristo, en la contemplación apasionada de su rostro, en la imitación generosa de la vida del Buen Pastor? Si bien es cierto que nuestra época está en continuo movimiento y frecuentemente agitada con el riesgo fácil del «  hacer por hacer  », el Obispo debe ser el primero en mostrar, con el ejemplo de su vida, que es preciso restablecer la primacía del «  ser  » sobre el «  hacer  » y, más aún, la primacía de la gracia, que en la visión cristiana de la vida es también principio esencial para una «  programación  » del ministerio pastoral.51

El camino espiritual del Obispo

13. Sólo cuando camina en la presencia del Señor, el Obispo puede considerarse verdaderamente ministro de la comunión y de la esperanza para el pueblo santo de Dios. En efecto, no es posible estar al servicio de los hombres sin ser antes «  siervo de Dios  ». Y no se puede ser siervo de Dios si antes no se es «  hombre de Dios  ». Por eso dije en la homilía de apertura del Sínodo: «  El pastor debe ser hombre de Dios; su existencia y su ministerio están completamente bajo el señorío divino, y en el excelso misterio de Dios encuentran luz y fuerza  ».52

Para el Obispo, la llamada a la santidad proviene del mismo hecho sacramental que da origen a su ministerio, o sea, la Ordenación episcopal. El antiguo Eucologio de Serapión formula la invocación ritual de la consagración en estos términos: «  Dios de la verdad, haz de tu siervo un Obispo vital, un Obispo santo en la sucesión de los santos apóstoles  ».53 No obstante, dado que la Ordenación episcopal no infunde la perfección de las virtudes, «  el Obispo está llamado a proseguir su camino de santificación con mayor intensidad, para alcanzar la estatura de Cristo, hombre perfecto  ».54

La misma índole cristológica y trinitaria de su misterio y ministerio exige del Obispo un camino de santidad, que consiste en avanzar progresivamente hacia a una madurez espiritual y apostólica cada vez más profunda, caracterizada por la primacía de la caridad pastoral. Un camino vivido, evidentemente, en unión con su pueblo, en un itinerario que es al mismo tiempo personal y comunitario, como la vida misma de la Iglesia. En este recorrido, el Obispo se convierte además, en íntima comunión con Cristo y solícita docilidad al Espíritu, en testigo, modelo, promotor y animador. Así se expresa también la ley canónica: «  El Obispo diocesano, consciente de que está obligado a dar ejemplo de santidad con su caridad, humildad y sencillez de vida, debe procurar con todas sus fuerzas promover la santidad de los fieles, según la vocación propia de cada uno; y, por ser el dispensador principal de los misterios de Dios, ha de cuidar incesantemente de que los fieles que le están encomendados crezcan en la gracia por la celebración de los sacramentos, y conozcan y vivan el misterio pascual  ».55

El proceso espiritual del Obispo, como el de cada fiel cristiano, tiene ciertamente su raíz en la gracia sacramental del Bautismo y de la Confirmación. Esta gracia lo acomuna a todos los fieles, ya que, como hace notar el Concilio Vaticano II, «  todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor  ».56 Puede aplicarse a este propósito la notoria afirmación de san Agustín, llena de realismo y sabiduría sobrenatural: «  Mas, si por un lado me aterroriza lo que soy para vosotros, por otro me consuela lo que soy con vosotros. Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros. La condición de obispo connota una obligación, la del cristiano un don; la primera comporta un peligro, la segunda una salvación  ».57 Aun así, merced a la caridad pastoral, la obligación se transforma en servicio y el peligro en oportunidad de progreso y maduración. El ministerio episcopal no sólo es fuente de santidad para los otros, sino también motivo de santificación para quien deja pasar por su propio corazón y su propia vida la caridad de Dios.

Los Padres sinodales sintetizaron algunas exigencias de este proceso. Ante todo resaltaron el carácter bautismal y crismal que, ya desde el inicio de la existencia cristiana, mediante las virtudes teologales, capacita para creer en Dios, esperar en Él y amarlo. El Espíritu Santo, por su parte, infunde sus dones favoreciendo que se crezca en el bien a través del ejercicio de las virtudes morales, que dan a la vida espiritual una concreción también humana.58 Gracias al Bautismo que ha recibido, el Obispo participa, como todo cristiano, de la espiritualidad que se arraiga en la incorporación a Cristo y se manifiesta en su seguimiento según el Evangelio. Por eso comparte la vocación de todos los fieles a la santidad. Debe, por tanto, cultivar una vida de oración y de fe profunda, y poner toda su confianza en Dios, dando testimonio del Evangelio, obedeciendo dócilmente a las sugerencias del Espíritu Santo y manifestando una especial preferencia y filial devoción a la Virgen María, que es maestra perfecta de vida espiritual.59

La espiritualidad del Obispo debe ser, pues, una espiritualidad de comunión, vivida en sintonía con los demás bautizados, hijos, igual que él, del único Padre del cielo y de la única Madre sobre la tierra, la Santa Iglesia. Como todos los creyentes en Cristo, necesita alimentar su vida espiritual con la palabra viva y eficaz del Evangelio y el pan de vida de la santa Eucaristía, alimento de vida eterna. Por su fragilidad humana, el Obispo también ha de recurrir frecuente y regularmente al sacramento de la Penitencia para obtener el don de esa misericordia, de la cual él mismo ha sido instituido también ministro. Consciente, pues, de la propia debilidad humana y de los propios pecados, el Obispo, al igual que sus sacerdotes, vive el sacramento de la Reconciliación ante todo para sí mismo, como una exigencia profunda y una gracia siempre esperada, para dar un renovado impulso al propio deber de santificación en el ejercicio del ministerio. De este modo, expresa además visiblemente el misterio de una Iglesia santa en sí misma, pero compuesta también de pecadores que necesitan ser perdonados.

Como todos los sacerdotes y, obviamente, en especial comunión con los del presbiterio diocesano, el Obispo se ha de esforzar en seguir un camino específico de espiritualidad. En efecto, él está llamado a la santidad por el nuevo título que deriva del Orden sagrado. Por tanto, vive de fe, esperanza y caridad en cuanto es ministro de la palabra del Señor, de la santificación y del progreso espiritual del Pueblo de Dios. Debe ser santo porque tiene que servir a la Iglesia como maestro, santificador y guía. Y, en cuanto tal, debe amar también profunda e intensamente a la Iglesia. El Obispo es configurado con Cristo para amar a la Iglesia con el amor de Cristo esposo y para ser en la Iglesia ministro de su unidad, esto es, para hacer de ella «  un pueblo convocado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo  ».60

Los Padres sinodales subrayaron repetidamente que la espiritualidad específica del Obispo se enriquece ulteriormente con la gracia inherente a la plenitud del Sacerdocio y que se le otorga en el momento de su Ordenación. En cuanto pastor de la grey y siervo del Evangelio de Jesucristo en la esperanza, el Obispo debe reflejar y en cierto modo hacer transparente en sí mismo la persona de Cristo, Pastor supremo. En el Pontifical Romano se recuerda explícitamente esta exigencia: «  Recibe la mitra, brille en ti el resplandor de la santidad, para que, cuando aparezca el Príncipe de los pastores, merezcas recibir la corona de gloria que no se marchita  ».61

Para ello el Obispo necesita constantemente la gracia de Dios, que refuerce y perfeccione su naturaleza humana. Puede afirmar con el apóstol Pablo: «  Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza  » (2 Co 3, 5-6). Por esto, se debe subrayar que el ministerio apostólico es una fuente de espiritualidad para el Obispo, el cual debe encontrar en él los recursos espirituales que lo hagan crecer en la santidad y le permitan descubrir la acción del Espíritu Santo en el Pueblo de Dios confiado a sus cuidados pastorales.62

En esta perspectiva, el camino espiritual del Obispo coincide con la misma caridad pastoral, que debe considerarse fundadamente como el alma de su apostolado, como lo es también para el presbítero y el diácono. No se trata solamente de una existentia, sino también de una pro-existentia, esto es, de un vivir inspirado en el modelo supremo que es Cristo Señor, y que, por tanto, se entrega totalmente a la adoración del Padre y al servicio de los hermanos. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma precisamente que los Pastores, a imagen de Cristo, deben realizar con santidad y valentía, con humildad y fortaleza, el propio ministerio, el cual será así para ellos «  un excelente medio de santificación  ».63 Ningún Obispo puede ignorar que la meta de la santidad siempre es Cristo crucificado, en su entrega total al Padre y a los hermanos en el Espíritu Santo. Por eso la configuración con Cristo y la participación en sus sufrimientos (cf. 1 P 4, 13), es el camino real de la santidad del Obispo en medio de su pueblo.

María, Madre de la esperanza y maestra de vida espiritual

14. La presencia maternal de la Virgen María, Mater spei et spes nostra, como la invoca la Iglesia, debe ser también un apoyo para la vida espiritual del Obispo. Ha de sentir, pues, por ella una devoción auténtica y filial, considerándose llamado a hacer suyo el fiat de María, a revivir y actualizar cada día la entrega que hizo Jesús de María al discípulo, al pie de la Cruz, así como la del discípulo amado a María (cf. Jn 19, 26-27). Igualmente, ha de sentirse reflejado en la oración unánime y perseverante de los discípulos y apóstoles del Hijo, con su Madre, cuando esperaban Pentecostés. En este icono de la Iglesia naciente se expresa la unión indisoluble entre María y los sucesores de los apóstoles (cf. Hch 1, 14).

La santa Madre de Dios debe ser, pues, para el Obispo maestra en escuchar y cumplir prontamente la Palabra de Dios, en ser discípulo fiel al único Maestro, en la estabilidad de la fe, en la confiada esperanza y en la ardiente caridad. Como María, «  memoria  » de la encarnación del Verbo en la primera comunidad cristiana, el Obispo ha de ser custodio y transmisor de la Tradición viva de la Iglesia, en comunión con los demás Obispos, unidos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro.

La sólida devoción mariana del Obispo debe estar siempre orientada por la Liturgia, en la cual la Virgen María está particularmente presente en la celebración de los misterios de la salvación y es para toda la Iglesia modelo ejemplar de escucha y de oración, de entrega y de maternidad espiritual. Más aún, el Obispo debe procurar que «  con respecto a la piedad mariana del pueblo de Dios, la Liturgia aparezca como 'forma ejemplar', fuente de inspiración, punto de referencia constante y meta última  ».64 Respetando este principio, el Obispo ha de alimentar su piedad mariana personal y comunitaria con los ejercicios piadosos aprobados y recomendados por la Iglesia, especialmente con el rezo de ese compendio del Evangelio que es el Santo Rosario. Además de experto de esta oración, basada en la contemplación de los acontecimientos salvadores de la vida de Cristo, a los que su santa Madre estuvo íntimamente asociada, cada Obispo está invitado también a promoverla diligentemente.65

Encomendarse a la Palabra

15. La Asamblea del Sínodo de los Obispos indicó algunos medios necesarios para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual.66 Entre ellos está, en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado «  a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados  » (Hch 20, 32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma,67 tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como «  dentro de  » la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno. Con san Ignacio de Antioquía, el Obispo exclama también: «  me he refugiado en el Evangelio, como si en él estuviera corporalmente presente el mismo Cristo  ».68 Así pues, tendrá siempre presente aquella conocida exhortación de san Jerónimo, citada por el Concilio Vaticano II: «  Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo  ».69 En efecto, no hay primacía de la santidad sin escucha de la Palabra de Dios, que es guía y alimento de la santidad.

Encomendarse a la Palabra de Dios y custodiarla, como la Virgen María que fue Virgo audiens,70 comporta algunas prácticas útiles que la tradición y la experiencia espiritual de la Iglesia han sugerido siempre. Se trata, ante todo, de la lectura personal frecuente y del estudio atento y asiduo de la Sagrada Escritura. El Obispo sería un predicador vano de la Palabra hacia fuera, si antes no la escuchara en su interior.71 Sería incluso un ministro poco creíble de la esperanza sin el contacto frecuente con la Sagrada Escritura, pues, como exhorta san Pablo, «  con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza  » (Rm 15, 4). Así pues, sigue siendo válido lo que escribió Orígenes: «  Estas son las dos actividades del Pontífice: o aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas repetidamente, o enseñar al pueblo. En todo caso, que enseñe lo que él mismo ha aprendido de Dios  ».72

El Sínodo recordó la importancia de la lectio y de la meditatio de la Palabra de Dios en la vida de los Pastores y en su ministerio al servicio de la comunidad. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, «  es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia  ».73 En los momentos de la meditación y de la lectio, el corazón que ya ha acogido la Palabra se abre a la contemplación de la obra de Dios y, por consiguiente, a la conversión a Él tanto de pensamiento como de obra, acompañada por la petición suplicante de su perdón y su gracia.

Alimentarse de la Eucaristía

16. Así como el misterio pascual es el centro de la vida y misión del Buen Pastor, la Eucaristía es también el centro de la vida y misión del Obispo, como la de todo sacerdote.

Con la celebración cotidiana de la Santa Misa, el Obispo se ofrece a sí mismo junto con Cristo. Cuando esta celebración se hace en la catedral, o en otras iglesias, especialmente parroquiales, con asistencia y participación activa de los fieles, el Obispo aparece además ante todos tal cual es, es decir, como Sacerdos et Pontifex, ya que actúa en la persona de Cristo y con la fuerza de su Espíritu, y como el hiereus, el sacerdote santo, dedicado a realizar los sagrados misterios del altar, que anuncia y explica con la predicación.74

El Obispo muestra también su amor a la Eucaristía cuando, durante el día, dedica largos ratos de su tiempo a la adoración ante el Sagrario. Entonces abre su alma al Señor para impregnarse totalmente y configurarse por la caridad derramada en la Cruz por el gran Pastor de las ovejas, que dio su sangre por ellas al entregar la propia vida. A Él eleva también su oración, intercediendo por las ovejas que le han sido confiadas.

Oración y Liturgia de las Horas

17. Un segundo medio indicado por los Padres sinodales es la oración, especialmente la que se dirige al Señor con el rezo de la Liturgia de las Horas, que es siempre y específicamente oración de la comunidad cristiana en nombre de Cristo y bajo la guía del Espíritu.

La oración es en sí misma un deber particular para el Obispo, como lo es para cuantos «  han recibido el don de la vocación a una vida de especial consagración [...]: por su naturaleza, la consagración les hace más disponibles para la experiencia contemplativa  ».75 El Obispo no puede olvidar que es sucesor de aquellos Apóstoles que fueron instituidos por Cristo ante todo «  para que estuvieran con él  » (Mc 3, 14) y que, al comienzo de su misión, hicieron una declaración solemne, que es todo un programa de vida: «  nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra  » (Hch 6, 4). Así pues, el Obispo sólo llegará a ser maestro de oración para los fieles si tiene experiencia propia de diálogo personal con Dios. Debe poder dirigirse a Dios en cada momento con las palabras del Salmista: «  Yo espero en tu palabra  » (Sal 119, 114). Precisamente en la oración podrá obtener la esperanza con la cual debe contagiar en cierto modo a los fieles. En efecto, en la oración se manifiesta y se alimenta de manera privilegiada la esperanza, pues, según una expresión de santo Tomás de Aquino, es la «  intérprete de la esperanza  ».76

La oración personal del Obispo ha de ser especialmente una plegaria típicamente «  apostólica  », es decir, elevada al Padre como intercesión por todas las necesidades del pueblo que le ha sido confiado. En el Pontifical Romano, éste es el último compromiso que asume el elegido al episcopado antes de la imposición de la manos: «  ¿Perseverarás en la oración a Dios Padre Todopoderoso y ejercerás el sumo sacerdocio con toda fidelidad?  ».77 El Obispo ora muy en particular por la santidad de sus sacerdotes, por las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada y para que en la Iglesia sea cada vez más ardiente la entrega misionera y apostólica.

Por lo que se refiere a la Liturgia de las Horas, destinada a consagrar y orientar toda la jornada mediante la alabanza de Dios, ¿cómo no recordar las magníficas palabras del Concilio?: «  Cuando los sacerdotes y los que han sido destinados a esta tarea por la Iglesia, o los fieles juntamente con el sacerdote, oran en la forma establecida, entonces realmente es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo cuerpo, al Padre. Por eso, todos los que ejercen esta función no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia  ».78 Escribiendo sobre el rezo del Oficio Divino, mi predecesor Pablo VI decía que es «  oración de la Iglesia local  », en la cual se manifiesta «  la verdadera naturaleza de la Iglesia orante  ».79 En la consecratio temporis, que hace la Liturgia de las Horas, se realiza esa laus perennis que anticipa y prefigura la Liturgia celeste, vínculo de unión con los ángeles y los santos que glorifican por siempre el nombre de Dios. Así pues, el Obispo, cuanto más se imbuye del dinamismo escatológico de la oración del salterio, tanto más se manifiesta y realiza como hombre de esperanza. En los Salmos resuena la Vox sponsae que invoca al Esposo.

Cada Obispo, pues, ora con su pueblo y por su pueblo. A su vez, es edificado y ayudado por la oración de sus fieles, sacerdotes, diáconos, personas de vida consagrada y laicos de toda edad. Para ellos es educador y promotor de la oración. No solamente transmite lo que ha contemplado, sino que abre a los cristianos el camino mismo de la contemplación. De este modo, el conocido lema contemplata aliis tradere se convierte así en contemplationem aliis tradere.

La vía de los consejos evangélicos y de las bienaventuranzas

18. El Señor propone a todos sus discípulos, pero de modo particular a quienes ya durante esta vida quieren seguirlo más de cerca, como los Apóstoles, la vía de los consejos evangélicos. Éstos, además de ser un don de la Trinidad a la Iglesia, son un reflejo de la vida trinitaria en el creyente.80 Lo son de manera especial en el Obispo que, como sucesor de los Apóstoles, está llamado a seguir a Cristo por la vía de la perfección de la caridad. Por esto él es consagrado como es consagrado Jesús. Su vida es dependencia radical de Él y total transparencia suya ante la Iglesia y el mundo. En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y, por tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2, 8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad absoluta ante los bienes terrenos.

De este modo, los Obispos pueden guiar con su ejemplo no sólo a los que en la Iglesia han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada, sino también a los presbíteros, a los cuales se les propone también el radicalismo de la santidad según el espíritu de los consejos evangélicos. Dicho radicalismo, por lo demás, concierne a todos los fieles, incluso a los laicos, puesto que «  es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu  ».81

En definitiva, en el rostro del Obispo los fieles han de contemplar las cualidades que son don de la gracia y que, en las Bienaventuranzas, son como un autorretrato de Cristo: el rostro de la pobreza, de la mansedumbre y de la pasión por la justicia; el rostro misericordioso del Padre y del hombre pacífico y pacificador; el rostro de la pureza de quien pone su atención constante y únicamente en Dios. Los fieles han de poder ver también en su Obispo el rostro de quien vive la compasión de Jesús con los afligidos y, a veces, como ha ocurrido en la historia y ocurre también hoy, el rostro lleno de fortaleza y gozo interior de quien es perseguido a causa de la verdad del Evangelio.

La virtud de la obediencia

19. Reflejando en sí mismo estos rasgos tan humanos de Jesús, el Obispo se convierte además en modelo y promotor de una espiritualidad de comunión, orientada con solícita atención a construir la Iglesia, de modo que todo, palabras y obras, se realice bajo el signo de la sumisión filial en Cristo y en el Espíritu al amoroso designio del Padre. Como maestro de santidad y ministro de la santificación de su pueblo, el Obispo está llamado a cumplir fielmente la voluntad del Padre. La obediencia del Obispo ha de ser vivida teniendo como modelo –y no podría ser de otro modo– la obediencia misma de Cristo, el cual dijo varias veces que había bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Quien la había enviado (cf. Jn 6, 38; 8, 29; Flp 2, 7-8).

Siguiendo las huellas de Cristo, el Obispo es obediente al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia; sabe interpretar los signos de los tiempos y reconocer la voz del Espíritu Santo en el ministerio petrino y en la colegialidad episcopal. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis puse de relieve el carácter apostólico, comunitario y pastoral de la obediencia presbiteral.82 Como es obvio, estas características se encuentran de manera más intensa en la obediencia del Obispo. En efecto, la plenitud del sacramento del Orden que él ha recibido lo sitúa en una relación especial con el Sucesor de Pedro, con los miembros del Colegio episcopal y con su misma Iglesia particular. Debe sentirse comprometido a vivir intensamente estas relaciones con el Papa y con sus hermanos Obispos en un estrecho vínculo de unidad y colaboración, respondiendo de este modo al designio divino que ha querido unir inseparablemente a los Apóstoles en torno a Pedro. Esta comunión jerárquica del Obispo con el Sumo Pontífice refuerza, gracias al Orden recibido, su capacidad de hacer presente a Jesucristo, Cabeza invisible de toda la Iglesia.

Al aspecto apostólico de la obediencia ha de añadirse también el comunitario, ya que el episcopado es por su naturaleza «  uno e indiviso  ».83 Gracias a este carácter comunitario, el Obispo está llamado a vivir su obediencia venciendo toda tentación de individualismo y haciéndose cargo, en el conjunto de la misión del Colegio episcopal, de la solicitud por el bien de toda la Iglesia.

Como modelo de escucha, el Obispo ha de estar también atento a comprender, por medio de la oración y el discernimiento, la voluntad de Dios a través de lo que el Espíritu dice a la Iglesia. Ejerciendo evangélicamente su autoridad, debe saber dialogar con sus colaboradores y con los fieles para hacer crecer eficazmente el entendimiento recíproco.84 Esto le permitirá valorar pastoralmente la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios, favoreciendo con equilibrio y serenidad el espíritu de iniciativa de cada uno. En efecto, se ha de ayudar a los fieles a progresar en una obediencia responsable que los haga activos a nivel pastoral.85 A este respecto, es siempre actual la exhortación que san Ignacio de Antioquía dirigía a Policarpo: «  Que no se haga nada sin tu consentimiento, pero tú no debes hacer nada sin el consentimiento de Dios  ».86

Espíritu y práctica de la pobreza en el Obispo

20. Los Padres sinodales, como signo de sintonía colegial, acogieron la invitación que hice en la Liturgia de apertura del Sínodo, para que la biena- venturanza evangélica de la pobreza fuese considerada como una de las condiciones necesarias, en la situación actual, para llevar a cabo un fecundo ministerio episcopal. También en esta ocasión, en la asamblea de los Obispos quedó como impresa la figura de Cristo el Señor, que «  realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución  » e invita a la Iglesia, con sus pastores al frente, «  a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación  ».87

Por tanto, el Obispo, que quiere ser auténtico testigo y ministro del evangelio de la esperanza, ha de ser vir pauper. Lo exige el testimonio que debe dar de Cristo pobre; lo exige también la solicitud de la Iglesia para con los pobres, por los cuales se debe hacer una opción preferencial. La opción del Obispo de vivir el propio ministerio en la pobreza contribuye decididamente a hacer de la Iglesia la «  casa de los pobres  ».

Además, dicha opción da al Obispo una gran libertad interior en el ejercicio del ministerio, favoreciendo una comunicación eficaz de los frutos de la salvación. La autoridad episcopal se ha de ejercer con una incansable generosidad y una inagotable gratuidad. Eso requiere por parte del Obispo una confianza plena en la providencia del Padre celestial, una comunión magnánima de bienes, un estilo de vida austero y una conversión personal permanente. Sólo de este modo podrá participar en las angustias y los sufrimientos del Pueblo de Dios, al que no sólo debe guiar y alentar, sino con el cual debe ser solidario, compartiendo sus problemas y alentando su esperanza.

Llevará a cabo este servicio con eficacia si su vida es sencilla, sobria y, a la vez, activa y generosa, y si pone en el centro de la comunidad cristiana, y no al margen, a quienes son considerados como los últimos de nuestra sociedad.88 Debe favorecer casi de modo natural la «  fantasía de la caridad  », que pondrá de relieve, más que la eficacia de las ayudas prestadas, la capacidad de compartir de manera fraterna. En efecto, en la Iglesia apostólica, como atestiguan abundantemente los Hechos, la pobreza de algunos provocaba la solidaridad de los otros con el resultado sorprendente de que «  no había entre ellos ningún necesitado  » (Hch 4, 34). La Iglesia es deudora de esta profecía a un mundo angustiado por los problemas del hambre y de la desigualdad entre los pueblos. En esta perspectiva de compartir y de sencillez, el Obispo administra los bienes de la Iglesia como el «  buen padre de familia  » y vigila que sean empleados según los fines propios de la Iglesia: el culto de Dios, la manutención de sus ministros, las obras de apostolado y las iniciativas de caridad con los pobres.

Procurator pauperum ha sido siempre un título de los pastores de la Iglesia y debe serlo también hoy de manera concreta, para hacer presente y elocuente el mensaje del Evangelio de Jesucristo como fundamento de la esperanza de todos, pero especialmente de los que sólo pueden esperar de Dios una vida más digna y un futuro mejor. Atraídas por el ejemplo de los Pastores, la Iglesia y las Iglesias han de poner en práctica la «  opción preferencial por los pobres  », que he indicado como programa para el tercer milenio.89

Con la castidad al servicio de una Iglesia que refleja la pureza de Cristo

21. «  Recibe este anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la Iglesia, Esposa santa de Dios  ». Con estas palabras del Pontifical Romano de la Ordenación,90 se invita al Obispo a tomar conciencia de que asume el compromiso de reflejar en sí mismo el amor virginal de Cristo por todos sus fieles. Está llamado ante todo a suscitar entre ellos relaciones recíprocas inspiradas en el respeto y la estima propias de una familia donde florece el amor en el sentido de la exhortación del apóstol Pedro: «  Amaos unos a otros de corazón e intensamente. Mirad que habéis vuelto a nacer, y no de un padre mortal, sino de uno inmortal, por medio de la Palabra de Dios viva y duradera  » (1 P 1, 22).

Mientras con su ejemplo y su palabra exhorta a los cristianos a ofrecer sus cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), recuerda a todos que «  la apariencia de este mundo pasa  » (1 Co 7, 31), y por esto se debe vivir «  aguardando la feliz esperanza  » del retorno glorioso de Cristo (cf. Tt 2, 13). En particular, en su solicitud pastoral está cercano con su afecto paterno a cuantos han abrazado la vida religiosa con la profesión de los consejos evangélicos y ofrecen su precioso servicio a la Iglesia. Además, sostiene y anima a los sacerdotes que, llamados por la divina gracia, han asumido libremente el compromiso del celibato por el Reino de los cielos, recordándoles a ellos y a sí mismo las motivaciones evangélicas y espirituales de dicha opción, tan importante para el servicio del Pueblo de Dios. En la Iglesia actual y en el mundo, el testimonio del amor casto es, por un lado, una especie de terapia espiritual para la humanidad y, por otro, una denuncia de la idolatría del instinto sexual.

En el contexto social actual, el Obispo debe estar particularmente cercano a su grey, y ante todo a sus sacerdotes, atento paternalmente a sus dificultades ascéticas y espirituales, dándoles el apoyo oportuno para favorecer su fidelidad a la vocación y a las exigencias de una ejemplar santidad de vida en el ejercicio del ministerio. Además, en los casos de faltas graves y sobre todo de delitos que perjudican el testimonio mismo del Evangelio, especialmente por parte de los ministros de la Iglesia, el Obispo ha de ser firme y decidido, justo y sereno. Debe intervenir en seguida, según establecen las normas canónicas, tanto para la corrección y el bien espiritual del ministro sagrado, como para la reparación del escándalo y el restablecimiento de la justicia, así como por lo que concierne a la protección y ayuda de las víctimas.

Con su palabra y su actuación atenta y paternal, el Obispo cumple el compromiso de ofrecer al mundo la verdad de una Iglesia santa y casta en sus ministros y en sus fieles. Actuando de este modo, el pastor va delante de su grey como hizo Cristo, el Esposo, que entregó su vida por nosotros y dejó a todos el ejemplo de un amor puro y virginal y, por eso mismo, también fecundo y universal.

Animador de una espiritualidad de comunión y de misión

22. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he subrayado la necesidad de «  hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión  ».91 Esta observación ha tenido amplio eco y ha sido recogida en la Asamblea sinodal. Obviamente, el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión, esforzándose incansablemente para que ésta sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al cristiano: en la parroquia, asociaciones católicas, movimientos eclesiales, escuelas católicas o los oratorios. De modo particular el Obispo ha de cuidar que la espiritualidad de comunión se favorezca y desarrolle donde se educan los futuros presbíteros, es decir, en los seminarios, así como en los noviciados y casas religiosas, en los Institutos y en las Facultades teológicas.

Los puntos más importantes de esta promoción de la espiritualidad de comunión los he indicado sintéticamente en la misma Carta apostólica. Ahora es suficiente añadir que el Obispo ha de alentarla de manera especial en su presbiterio, como también entre los diáconos, los consagrados y las consagradas. Lo ha de hacer en el diálogo y encuentro personal, pero también en encuentros comunitarios, por lo que debe favorecer en la propia Iglesia particular momentos especiales para disponerse mejor a la escucha de «  lo que el Espíritu dice a las Iglesias  » (Ap 2, 7.11, etc.). Así ocurre en los retiros, ejercicios espirituales y jornadas de espiritualidad, como también con el uso prudente de los nuevos instrumentos de comunicación social, si eso fuere oportuno para una mayor eficacia.

Para un Obispo, cultivar una espiritualidad de comunión quiere decir también alimentar la comunión con el Romano Pontífice y con los demás hermanos Obispos, especialmente dentro de la misma Conferencia Episcopal y Provincia eclesiástica. Además, para superar el riesgo de la soledad y el desaliento ante la magnitud y la desproporción de los problemas, el Obispo necesita recurrir de buen grado, no sólo a la oración, sino también a la amistad y comunión fraterna con sus Hermanos en el episcopado.

Tanto en su fuente como en su modelo trinitario, la comunión se manifiesta siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica. Se favorece el dinamismo de comunión cuando se abre al horizonte y a las urgencias de la misión, garantizando siempre el testimonio de la unidad para que el mundo crea y ampliando la perspectiva del amor para que todos alcancen la comunión trinitaria, de la cual proceden y a la cual están destinados. Cuanto más intensa es la comunión, tanto más se favorece la misión, especialmente cuando se vive en la pobreza del amor, que es la capacidad de ir al encuentro de cada persona, grupo y cultura sólo con la fuerza de la Cruz, spes unica y testimonio supremo del amor de Dios, que se manifiesta también como amor de fraternidad universal.

Caminar en lo cotidiano

23. El realismo espiritual lleva a reconocer que el Obispo ha de vivir la propia vocación a la santidad en el contexto de dificultades externas e internas, de debilidades propias y ajenas, de imprevistos cotidianos, de problemas personales e institucionales. Ésta es una situación constante en la vida de los pastores, de la que san Gregorio Magno da testimonio cuando constata con dolor: «  Desde que he cargado sobre mis hombros la responsabilidad, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos. Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular [...]. Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra? [...] ¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña?  ».92

Para contrarrestar las tendencias dispersivas que intentan fragmentar la unidad interior, el Obispo necesita cultivar un ritmo de vida sereno, que favorezca el equilibrio mental, psicológico y afectivo, y lo haga capaz de estar abierto para acoger a las personas y sus interrogantes, en un contexto de auténtica participación en las situaciones más diversas, alegres o tristes. El cuidado de la propia salud en todas sus dimensiones es también para el Obispo un acto de amor a los fieles y una garantía de mayor apertura y disponibilidad a las mociones del Espíritu. A este respecto, son conocidas las recomendaciones de san Carlos Borromeo, brillante figura de pastor, en el discurso que pronunció en su último Sínodo: «  ¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti  ».93

El Obispo debe afrontar, pues, con equilibrio los múltiples compromisos armonizándolos entre sí: la celebración de los misterios divinos y la oración privada, el estudio personal y la programación pastoral, el recogimiento y el descanso necesario. Con la ayuda de estos medios para su vida espiritual, encontrará la paz del corazón experimentando la profundidad de la comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. Con la gracia que Dios le concede, debe desempeñar cada día su ministerio, atento a las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.

Formación permanente del Obispo

24. En estrecha relación con el deber del Obispo de seguir incansablemente la vía de la santidad viviendo una espiritualidad cristocéntrica y eclesial, la Asamblea sinodal planteó también la cuestión de su formación permanente. Ésta, necesaria para todos los fieles, como se subrayó en los Sínodos anteriores y recordaron las sucesivas Exhortaciones apostólicas Christifideles laici, Pastores dabo vobis y Vita consecrata, debe considerarse necesaria especialmente para el Obispo, que tiene la responsabilidad del progreso común y concorde de la Iglesia.

Como en el caso de los sacerdotes y las personas de vida consagrada, la formación permanente es también para el Obispo una exigencia intrínseca de su vocación y misión. En efecto, le permite discernir mejor las nuevas indicaciones con las que Dios precisa y actualiza la llamada inicial. El apóstol Pedro, después del «  sígueme  » del primer encuentro con Cristo (cf. Mt 4, 19), volvió a oír que el Resucitado, antes de dejar la tierra, le repetía la misma invitación, anunciándole las fatigas y tribulaciones del futuro ministerio, añadiendo: «  Tú, sígueme  » (Jn 21, 22). «  Por tanto, hay un 'sígueme' que acompaña toda la vida y la misión del apóstol. Es un 'sígueme' que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta a la muerte (cf. ibíd.), un 'sígueme' que puede significar una sequela Christi con el don total de sí en el martirio  ».94 Evidentemente, no se trata sólo de una adecuada puesta al día, como exige un conocimiento realista de la situación de la Iglesia y del mundo, que capacite al Pastor a vivir el presente con mente abierta y corazón compasivo. A esta buena razón para una formación permanente actualizada, se añaden otros motivos tanto de índole antropológica, derivados del hecho de que la vida misma es un incesante camino hacia la madurez, como de índole teológica, vinculados profundamente a la naturaleza sacramental. En efecto, el Obispo debe «  custodiar con amor vigilante el 'misterio' del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad  ».95

Para una puesta al día periódica, especialmente sobre algunos temas de gran importancia, se requieren tiempos sosegados de escucha atenta, comunión y diálogo con personas expertas –Obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos–, en un intercambio de experiencias pastorales, conocimientos doctrinales y recursos espirituales que proporcionarán un auténtico enriquecimiento personal. Para ello, los Padres sinodales subrayaron la utilidad de cursos especiales de formación para los Obispos, como los encuentros anuales promovidos por la Congregación para los Obispos o por la de la Evangelización de los Pueblos, para los Obispos ordenados recientemente. Al mismo tiempo, se estimó conveniente que los Sínodos patriarcales, las Conferencias nacionales y regionales, e incluso las Asambleas continentales de Obispos organicen breves cursos de formación o jornadas de estudio, o de actualización, así como también de ejercicios espirituales para los Obispos.

Convendrá que la misma Presidencia de la Conferencia episcopal asuma la tarea de preparar y realizar dichos programas de formación permanente, animando a los Obispos a participar en estos cursos, a fin de alcanzar también de este modo una más estrecha comunión entre los Pastores, con vistas a una mayor eficacia pastoral en cada diócesis.96

En cualquier caso, es evidente que, como la vida de la Iglesia, el estilo de actuar, las iniciativas pastorales y las formas del ministerio del Obispo evolucionan con el tiempo. Desde este punto de vista se necesitaría también una actualización, en conformidad con las disposiciones del Código de Derecho Canónico y en relación con los nuevos desafíos y compromisos de la Iglesia en la sociedad. En este contexto, la Asamblea sinodal propuso que se revisara el Directorio Ecclesiae imago, publicado ya por la Congregación para los Obispos el 22 de febrero de 1973, adaptándolo a las nuevas exigencias de los tiempos y a los cambios producidos en la Iglesia y en la vida pastoral.97

El ejemplo de los Obispos santos

25. Los Obispos encuentran siempre aliento en el ejemplo de Pastores santos, tanto para su vida y su ministerio como para la propia espiritualidad y su esfuerzo por adaptar la acción apostólica. En la homilía de la Celebración eucarística de clausura del Sínodo, yo mismo propuse la figura de santos Pastores, canonizados durante el último siglo, como testimonio de una gracia del Espíritu que nunca ha faltado y jamás faltará a la Iglesia.98

La historia de la Iglesia, ya desde los Apóstoles, está plagada de Pastores cuya doctrina y santidad, pueden iluminar y orientar el camino espiritual de los Obispos del tercer milenio. Los testimonios gloriosos de los grandes Pastores de los primeros siglos de la Iglesia, los Fundadores de Iglesias particulares, los confesores de la fe y los mártires que han dado la vida por Cristo en tiempos de persecución, siguen siendo punto de referencia luminoso para los Obispos de nuestro tiempo y en los que pueden encontrar indicaciones y estímulos en su servicio al Evangelio.

En particular, muchos de ellos han sido ejemplares en la virtud de la esperanza, cuando han alentado a su pueblo en tiempos difíciles, han reconstruido las iglesias tras épocas de persecución y calamidad, edificado hospicios para acoger a peregrinos y menesterosos, abierto hospitales donde atender a enfermos y ancianos. Muchos Obispos han sido guías clarividentes, que han abierto nuevos derroteros para su pueblo; con la mirada fija en Cristo crucificado y resucitado, esperanza nuestra, han dado respuestas positivas y creativas a los desafíos del momento durante tiempos difíciles. Al principio del tercer milenio hay también Pastores como éstos, que tienen una historia que contar, hecha de fe anclada firmemente en la Cruz. Pastores que saben percibir las aspiraciones humanas, asumirlas, purificarlas e interpretarlas a la luz del Evangelio y que, por tanto, tienen también una historia que construir junto con todo el pueblo confiado a ellos.

Por eso, cada Iglesia particular procurará celebrar a sus propios santos Obispos y recordar también a los Pastores que han dejado en el pueblo una huella especial de admiración y cariño por su vida santa y su preclara doctrina. Ellos son los vigías espirituales que desde el cielo orientan el camino de la Iglesia peregrina en el tiempo. Por eso la Asamblea sinodal, para que se conserve siempre viva la memoria de la fidelidad de los Obispos eminentes en el ejercicio de su ministerio, recomendó que las Iglesias particulares o, según el caso, las Conferencias episcopales, se preocupasen de dar a conocer su figura a los fieles con biografías actualizadas y, en los casos oportunos, tomen en consideración la conveniencia de introducir sus causas de canonización.99

El testimonio de una vida espiritual y apostólica plenamente realizada sigue siendo hoy la gran prueba de la fuerza del Evangelio para transformar a las personas y comunidades, dando entrada en el mundo y en la historia a la santidad misma de Dios. Esto es también un motivo de esperanza, especialmente para las nuevas generaciones, que esperan de la Iglesia propuestas estimulantes en las cuales inspirarse para el compromiso de renovar en Cristo a la sociedad de nuestro tiempo. 

PARTE II >

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Laudetur Jesus Christus.
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