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Resumen:

EXHORTACI�N APOST�LICA POSTSINODAL
ECCLESIA IN AMERICA

RESUMEN

Las palabras con las cuales se abre esta exhortaci�n apost�lica - Ecclesia in Am�rica - indican claramente la pertenencia de la misma a la serie de documentos pontificios que concluyen las diversas asambleas sinodales, continentales y regionales, que el Santo Padre ha convocado en preparaci�n al tercer milenio. Se trata, por lo tanto, de un instrumento del Magisterio del Sumo Pont�fice que recoge sint�ticamente todos los trabajos sinodales y ofrece las l�neas pastorales de la nueva evangelizaci�n para la Iglesia que peregrina en el Continente americano.

El documento se articula a trav�s de una introducci�n, seis cap�tulos y una conclusi�n. En la introducci�n se presenta brevemente no s�lo el tema de la Asamblea Especial sino tambi�n la g�nesis del proceso que llev� a su convocaci�n por parte del Santo Padre, en continuidad con la celebraci�n de los quinientos a�os del comienzo de la evangelizaci�n en Am�rica y en la perspectiva del Gran Jubileo del a�o 2000. As� mismo, se pone en relieve la riqueza de la experiencia vivida en el s�nodo como expresi�n de la unidad de los Pastores del Pueblo de Dios con el Sucesor de Pedro en el Colegio episcopal. Esta comuni�n se presenta como un signo de la unidad de todo el Continente, a la cual la Iglesia, confiando en la ayuda de Jesucristo vivo y operante en ella, desea servir abriendo los caminos de una nueva evangelizaci�n.

Los diversos cap�tulos que siguen se desarrollan seg�n el argumento de fondo propuesto por el tema de la Asamblea sinodal: "Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad en Am�rica". As�, el primer cap�tulo se refiere al encuentro con el Se�or resucitado - tal como es presentado por los diversos relatos del Nuevo Testamento - y a la Iglesia, como lugar donde los hombres pueden descubrir la presencia de Jesucristo y encontrarse con �l. Un puesto privilegiado en este itinerario del encuentro con el Se�or, que la Iglesia en Am�rica desea recorrer guiada por el Esp�ritu Santo, es asignado a la Sant�sima Virgen Mar�a . Ella, en efecto, ha tenido un papel de gran relieve con su aparici�n al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac en el a�o 1531. Es por este motivo que el Santo Padre, acogiendo gozosamente la propuesta de los Padres sinodales, establece que el d�a 12 de diciembre se celebre en todo el Continente la fiesta de Nuestra Se�ora de Quadalupe, Madre y Evangelizadora de Am�rica.

Continuando con el tema del encuentro, el cap�tulo segundo desarrolla ese mismo argumento en el contexto de la situaci�n actual de Am�rica, abordando la cuesti�n desde una perspectiva pastoral. El primer aspecto tratado es el de la identidad cristiana de todo el Continente, expresi�n del don de la fe recibida y elemento determinante de la fisonom�a religiosa americana. Luego se pasa a una visi�n de conjunto de las manifestaciones de esa identidad cristiana: las vidas de tantos santos y beatos que han enriquecido la Iglesia con sus testimonios de fe, esperanza y caridad, as� como tambi�n la caracter�stica piedad popular profundamente enraizada en las diversas naciones como expresi�n de la inculturaci�n de la fe cat�lica. Despu�s se abordan diversos otros temas, siempre desde una �ptica pastoral, para ser retomados m�s adelante en orden a la formulaci�n de algunas propuestas concretas: la presencia cat�lico-oriental en Am�rica, la acci�n de la Iglesia en el campo de la educaci�n y de la acci�n social, el creciente respeto de los derechos humanos, el fen�meno de la globalizaci�n, la realidad de la urbanizaci�n, el peso de la deuda externa, la corrupci�n, el comercio y el consumo de drogas y la preocupaci�n por la ecolog�a.

El cap�tulo tercero entra en el tema de la conversi�n se�alando la urgencia del llamado y la necesidad de dar una respuesta integral, es decir, que contemple no s�lo una dimensi�n personal sino tambi�n social y comunitaria. Adem�s, la conversi�n es presentada como un itinerario permanente que la Iglesia en Am�rica, guiada por el Esp�ritu Santo, est� llamada a recorrer para vivir un nuevo estilo de vida centrado en una espiritualidad de la oraci�n comprometida con las exigencias del Evangelio en todos sus aspectos. Una vez m�s se evidencia la necesidad de la penitencia y la reconciliaci�n - expresi�n sacramental de la metanoia interior - para alcanzar la meta de la santidad, a la cual est� llamado todo ser humano y cuyo camino no es otro que la misma persona del Se�or Jes�s.

El tema de la comuni�n es desarrollado en el cuarto cap�tulo, a partir del concepto de Iglesia como sacramento, es decir, como signo e instrumento de la unidad en Cristo de todos los hombres entre s� y con Dios. Medios privilegiados para lograr esa comuni�n de vida en la Iglesia son los sacramentos de la iniciaci�n cristiana: Bautismo, Confirmaci�n y Eucarist�a, cuya recepci�n fructuosa - se recuerda - depender� de un adecuado esfuerzo catequizador. Un rol especial en la tarea de construir la comuni�n eclesial es asignado a los obispos, los cuales est�n llamados a ser promotores de la unidad en sus propias iglesias particulares y en la sociedad en general. La necesidad de trabajar por la comuni�n se extiende tambi�n a la colaboraci�n entre las iglesias particulares de todo el Continente, una de cuyas manifestaciones concretas ha ya sido la misma realizaci�n de la Asamblea sinodal.

A continuaci�n, siempre dentro del mismo cap�tulo, se tratan otros aspectos que indican otras tantas urgencias pastorales que la Iglesia en Am�rica deber� enfrentar para lograr acrecentar cada vez m�s la comuni�n en Cristo de todo el Pueblo de Dios: las relaciones con la iglesias cat�licas orientales; el esfuerzo por consolidar la unidad del presbiterio en cada iglesia particular; el fomento de la pastoral vocacional y la formaci�n de los seminaristas, para vivir en comuni�n con sus hermanos; la renovaci�n de la instituci�n parroquial, como lugar privilegiado para tener una experiencia concreta de Iglesia; la diligente formaci�n y acompa�amiento de los llamados al diaconado permanente; la revalorizaci�n de la vida consagrada en el futuro de la nueva evangelizaci�n; la participaci�n de los laicos en la vida eclesial; el adecuado reconocimiento de la aportaci�n del genio femenino, tanto en la sociedad como en la Iglesia; la importancia de la familia cristiana como iglesia dom�stica; el acompa�amiento pastoral de los j�venes y de los ni�os, que constituyen la esperanza del futuro; la cooperaci�n y el di�logo con otras Iglesias cristianas y comunidades eclesiales, as� como tambi�n con las comunidades jud�as y las religiones no cristianas.

El quinto cap�tulo est� dedicado al tema de la solidaridad, el cual es abordado como fruto de la comuni�n en Cristo. Un apremiante llamado es dirigido a los agentes de evangelizaci�n en Am�rica para que anuncien con renovada fuerza la Doctrina Social de la Iglesia ante los graves problemas de orden social. Esta tarea es presentada como una verdadera prioridad pastoral para enfrentar el complejo fen�meno de la globalizaci�n y de sus consecuencias en los diversos campos de la vida social en el Continente americano. Es, a la luz del Evangelio y de la Doctrina Social de la Iglesia, que puede apreciarse claramente la real dimensi�n de los llamados "pecados sociales que claman al cielo". Por ello la Iglesia en Am�rica est� llamada a no dejar de alzar su voz para recordar que el fundamento sobre el que se basan los derechos humanos es la dignidad de la persona, la cual es la mayor obra divina de la creaci�n. Una especial exhortaci�n es dirigida a toda la Iglesia en Am�rica para que contin�e a trabajar por los pobres y marginados y para que esta acci�n pastoral sea cada vez m�s un verdadero camino para el encuentro con Cristo. Tambi�n se incluye en este cap�tulo el problema de la deuda externa, que aflige a muchos pueblos del Continente americano. En este sentido, el Santo Padre se une al deseo, expresado ya por los padres sinodales, de trabajar en el estudio y el di�logo con representantes del Primer Mundo y con responsables de las relaciones econ�micas internacionales, para encontrar v�as de soluci�n a esta compleja realidad. Finalmente se tratan otros aspectos sociales en los cuales la presencia de la Iglesia tambi�n ha de ser relevante para crear una verdadera cultura de la solidaridad: la lucha contra la corrupci�n, el problema de las drogas, la carrera armamentista, la cultura de la muerte como expresi�n de una sociedad dominada por los poderosos, la realidad de los pueblos ind�genas y los americanos de origen africano, as� como tambi�n la problem�tica de los inmigrantes.

El sexto cap�tulo est� dedicado a la misi�n de la Iglesia en el hoy de Am�rica, descripta en t�rminos de nueva evangelizaci�n. Recordando una vez m�s el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio al mundo entero, el Santo Padre env�a a la Iglesia que est� en el Continente americano a proclamar a Jesucristo, Buena Nueva y Primer evangelizador. �l es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. El verdadero impulso evangelizador surge, por lo tando, del encuentro con Cristo en la Iglesia. De ah�, la importancia de la catequesis, cuyo objetivo principal es la presentaci�n expl�cita de la fe en toda su amplitud y con las correspondientes implicancias pr�cticas en la vida social. La nueva evangelizaci�n alcanza tambi�n el campo m�s vasto de la cultura. A este respecto, se exhorta a inculturar la predicaci�n del Evangelio para que �ste sea anunciado en el lenguaje y la cultura de los que deben recibir el mensaje, sin olvidar, al mismo tiempo, la objetiva validez universal del misterio pascual de Cristo. La promoci�n de la inculturaci�n de la Buena Noticia debe concretizarse tambi�n en la evangelizaci�n de los centros educativos y de los medios de comunicaci�n. No pasa inadvertido el problema de las sectas en Am�rica, el cual constituye un grave obst�culo para el esfuerzo evangelizador. En relaci�n a este punto, se invita a toda Iglesia que est� en el Continente a poner en pr�ctica iniciativas de pastorales coordinadas que, excluyendo los m�todos proselitistas usados por las mismas sectas, se orienten a una renovaci�n de la actividad pastoral a trav�s de un anuncio kerigm�tico gozoso y transformante. Finalmente, el Santo Padre realiza un llamado especial a la Iglesia en Am�rica a permanecer abierta a la misi�n ad gentes para que los proyectos pastorales no se limiten a revitalizar la fe de los creyentes rutinarios, sino tambi�n a anunciar a Cristo en todos los ambientes donde es desconocido. M�s a�n, acogiendo una propuesta de los padres sinodales, el Sumo Pont�fice invita a fomentar con dinamismo y creatividad una mayor cooperaci�n entre las iglesias hermanas, no s�lo dentro del Continente sino tambi�n m�s all� de sus fronteras.

El documento se concluye con palabras de gratitud y esperanza para que la Iglesia en Am�rica se disponga a traspasar el umbral del Tercer milenio con confianza serena en el Se�or de la historia y convencida del servicio primordial que ella debe prestar en testimonio de fidelidad a Dios y a los hombres y mujeres del Continente. Confiando en el poder de la oraci�n, el Santo Padre, propone una plegaria para las familias, las comunidades y grupos eclesiales donde dos o m�s se re�nen en nombre del Se�or, para que todos se unan a la s�plica del Sucesor de Pedro invocando a Jesucristo, camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad en Am�rica.

 

EXHORTACI�N APOST�LICA POSTSINODAL ECCLESIA IN AMERICA

DEL SANTO PADRE  JUAN PABLO II A LOS OBISPOS A LOS PRESB�TEROS Y DI�CONOS A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO, CAMINO PARA LA CONVERSI�N, LA COMUNI�N Y LA SOLIDARIDAD EN AM�RICA

INTRODUCCION

1. La Iglesia en Am�rica, llena de gozo por la fe recibida y dando gracias a Cristo por este inmenso don, ha celebrado hace poco el quinto centenario del comienzo de la predicaci�n del Evangelio en sus tierras. Esta conmemoraci�n ayud� a los cat�licos americanos a ser m�s conscientes del deseo de Cristo de encontrarse con los habitantes del llamado Nuevo Mundo para incorporarlos a su Iglesia y hacerse presente de este modo en la historia del Continente. La evangelizaci�n de Am�rica no es s�lo un don del Se�or, sino tambi�n fuente de nuevas responsabilidades. Gracias a la acci�n de los evangelizadores a lo largo y ancho de todo el Continente han nacido de la Iglesia y del Esp�ritu innumerables hijos.1 En sus corazones, tanto en el pasado como en el presente, contin�an resonando las palabras del Ap�stol: � Predicar el Evangelio no es para m� ning�n motivo de gloria; es m�s bien un deber que me incumbe. Y �ay de m� si no predicara el Evangelio! � (1 Co 9, 16). Este deber se funda en el mandato del Se�or resucitado a los Ap�stoles antes de su Ascensi�n al cielo: � Proclamad la Buena Nueva a toda la creaci�n � (Mc 16, 15).

Este mandato se dirige a la Iglesia entera, y la Iglesia en Am�rica, en este preciso momento de su historia, est� llamada a acogerlo y responder con amorosa generosidad a su misi�n fundamental evangelizadora. Lo subrayaba en Bogot� mi predecesor Pablo VI, el primer Papa que visit� Am�rica: � Corresponder� a nosotros, en cuanto representantes tuyos, [Se�or Jes�s] y administradores de tus divinos misterios (cf. 1 Co 4, 1; 1 P 4, 10), difundir los tesoros de tu palabra, de tu gracia, de tus ejemplos entre los hombres �.2 El deber de la evangelizaci�n es una urgencia de caridad para el disc�pulo de Cristo: � El amor de Cristo nos apremia � (2 Co 5, 14), afirma el ap�stol Pablo, recordando lo que el Hijo de Dios hizo por nosotros con su sacrificio redentor: � Uno muri� por todos [...], para que ya no vivan para s� los que viven, sino para aquel que muri� y resucit� por ellos � (2 Co 5, 14-15).

La conmemoraci�n de ciertas fechas especialmente evocadoras del amor de Cristo por nosotros suscita en el �nimo, junto con el agradecimiento, la necesidad de � anunciar las maravillas de Dios �, es decir, la necesidad de evangelizar. As�, el recuerdo de la reciente celebraci�n de los quinientos a�os de la llegada del mensaje evang�lico a Am�rica, esto es, del momento en que Cristo llam� a Am�rica a la fe, y el cercano Jubileo con que la Iglesia celebrar� los 2000 a�os de la Encarnaci�n del Hijo de Dios, son ocasiones privilegiadas en las que, de manera espont�nea, brota del coraz�n con m�s fuerza nuestra gratitud hacia el Se�or. Consciente de la grandeza de estos dones recibidos, la Iglesia peregrina en Am�rica desea hacer part�cipe de las riquezas de la fe y de la comuni�n en Cristo a toda la sociedad y a cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el suelo americano.

La idea de celebrar esta Asamblea sinodal

2. Precisamente el mismo d�a en que se cumpl�an los quinientos a�os del comienzo de la evangelizaci�n de Am�rica, el 12 de octubre de 1992, con el deseo de abrir nuevos horizontes y dar renovado impulso a la evangelizaci�n, en la alocuci�n con la que inaugur� los trabajos de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, hice la propuesta de un encuentro sinodal � en orden a incrementar la cooperaci�n entre las diversas Iglesias particulares � para afrontar juntas, dentro del marco de la nueva evangelizaci�n y como expresi�n de comuni�n episcopal, � los problemas relativos a la justicia y la solidaridad entre todas las Naciones de Am�rica �.3 La acogida positiva que los Episcopados de Am�rica dieron a esta propuesta, me permiti� anunciar en la Carta apost�lica Tertio millennio adveniente el prop�sito de convocar una asamblea sinodal � sobre la problem�tica de la nueva evangelizaci�n en las dos partes del mismo Continente, tan diversas entre s� por su origen y su historia, y sobre la cuesti�n de la justicia y de las relaciones econ�micas internacionales, considerando la enorme desigualdad entre el Norte y el Sur �.4 Entonces se iniciaron los trabajos preparatorios propiamente dichos, hasta llegar a la Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997.

El tema de la Asamblea

3. En coherencia con la idea inicial, y o�das las sugerencias del Consejo presinodal, viva expresi�n del sentir de muchos Pastores del pueblo de Dios en el Continente americano, enunci� el tema de la Asamblea Especial del S�nodo para Am�rica en los siguientes t�rminos: � Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad en Am�rica �. El tema as� formulado expresa claramente la centralidad de la persona de Jesucristo resucitado, presente en la vida de la Iglesia, que invita a la conversi�n, a la comuni�n y a la solidaridad. El punto de partida de este programa evangelizador es ciertamente el encuentro con el Se�or. El Esp�ritu Santo, don de Cristo en el misterio pascual, nos gu�a hacia las metas pastorales que la Iglesia en Am�rica ha de alcanzar en el tercer milenio cristiano.

La celebraci�n de la Asamblea como experiencia de encuentro

4. La experiencia vivida durante la Asamblea tuvo, sin duda, el car�cter de un encuentro con el Se�or. Recuerdo gustoso, de modo especial, las dos concelebraciones solemnes que presid� en la Bas�lica de San Pedro para la inauguraci�n y para la clausura de los trabajos de la Asamblea. El encuentro con el Se�or resucitado, verdadera, real y substancialmente presente en la Eucarist�a, constituy� el clima espiritual que permiti� que todos los Obispos de la Asamblea sinodal se reconocieran, no s�lo como hermanos en el Se�or, sino tambi�n como miembros del Colegio episcopal, deseosos de seguir, presididos por el Sucesor de Pedro, las huellas del Buen Pastor, sirviendo a la Iglesia que peregrina en todas las regiones del Continente. Fue evidente para todos la alegr�a de cuantos participaron en la Asamblea, al descubrir en ella una ocasi�n excepcional de encuentro con el Se�or, con el Vicario de Cristo, con tantos Obispos, sacerdotes, consagrados y laicos venidos de todas las partes del Continente.

Sin duda, ciertos factores previos contribuyeron, de modo mediato pero eficaz, a asegurar este clima de encuentro fraterno en la Asamblea sinodal. En primer lugar, deben se�alarse las experiencias de comuni�n vividas anteriormente en las Asambleas Generales del Episcopado Latinoamericano en R�o de Janeiro (1955), Medell�n (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). En ellas los Pastores de la Iglesia en Am�rica Latina reflexionaron juntos como hermanos sobre las cuestiones pastorales m�s apremiantes en esa regi�n del Continente. A estas Asambleas deben a�adirse las reuniones peri�dicas interamericanas de Obispos, en las cuales los participantes tienen la posibilidad de abrirse al horizonte de todo el Continente, dialogando sobre los problemas y desaf�os comunes que afectan a la Iglesia en los pa�ses americanos.

Contribuir a la unidad del Continente

5. En la primera propuesta que hice en Santo Domingo, sobre la posibilidad de celebrar una Asamblea Especial del S�nodo, se�al� que � la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han ca�do muchas barreras y fronteras ideol�gicas, siente como un deber ineludible unir espiritualmente a�n m�s a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misi�n religiosa que le es propia, impulsar un esp�ritu solidario entre todos ellos �.5 Los elementos comunes a todos los pueblos de Am�rica, entre los que sobresale una misma identidad cristiana as� como tambi�n una aut�ntica b�squeda del fortalecimiento de los lazos de solidaridad y comuni�n entre las diversas expresiones del rico patrimonio cultural del Continente, son el motivo decisivo por el que quise que la Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos dedicara sus reflexiones a Am�rica como una realidad �nica. La opci�n de usar la palabra en singular quer�a expresar no s�lo la unidad ya existente bajo ciertos aspectos, sino tambi�n aquel v�nculo m�s estrecho al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea favorecer, dentro del campo de su propia misi�n dirigida a promover la comuni�n de todos en el Se�or.

En el contexto de la nueva evangelizaci�n

6. En la perspectiva del Gran Jubileo del a�o 2000 he querido que tuviera lugar una Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para cada uno de los cinco Continentes: tras las dedicadas a �frica (1994), Am�rica (1997), Asia (1998) y, muy recientemente, Ocean�a (1998), en este a�o de 1999 con la ayuda del Se�or se celebrar� una nueva Asamblea Especial para Europa. De este modo, durante el a�o jubilar, ser� posible una Asamblea General Ordinaria que sintetice y saque las conclusiones de los ricos materiales que las diversas Asambleas continentales han ido aportando. Esto ser� posible por el hecho de que en todos estos S�nodos ha habido preocupaciones semejantes y centros comunes de inter�s. En este sentido, refiri�ndome a esta serie de Asambleas sinodales, he se�alado c�mo en todas � el tema de fondo es el de la evangelizaci�n, mejor todav�a, el de la nueva evangelizaci�n, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortaci�n Apost�lica Evangelii nuntiandi de Pablo VI �.6 Por ello, tanto en mi primera indicaci�n sobre la celebraci�n de esta Asamblea Especial del S�nodo como m�s tarde en su anuncio expl�cito, una vez que todos los Episcopados de Am�rica hicieron suya la idea, indiqu� que sus deliberaciones habr�an de discurrir � dentro del marco de la nueva evangelizaci�n �,7 afrontando los problemas sobresalientes de la misma.8

Esta preocupaci�n era m�s obvia ya que yo mismo hab�a formulado el primer programa de una nueva evangelizaci�n en suelo americano. En efecto, cuando la Iglesia en toda Am�rica se preparaba para recordar los quinientos a�os del comienzo de la primera evangelizaci�n del Continente, hablando al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en Puerto Pr�ncipe (Hait�) afirm�: � La conmemoraci�n del medio milenio de evangelizaci�n tendr� su significaci�n plena si es un compromiso vuestro como Obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de reevangelizaci�n, pero s� de una evangelizaci�n nueva. Nueva en su ardor, en sus m�todos, en su expresi�n �.9 M�s tarde invit� a toda la Iglesia a llevar a cabo esta exhortaci�n, aunque el programa evangelizador, al extenderse a la gran diversidad que presenta hoy el mundo entero, debe diversificarse seg�n dos situaciones claramente diferentes: la de los pa�ses muy afectados por el secularismo y la de aquellos otros donde � todav�a se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana�.10 Se trata, sin duda, de dos situaciones presentes, en grado diverso, en diferentes pa�ses o, quiz�s mejor, en diversos ambientes concretos dentro de los pa�ses del Continente americano.

Con la presencia y la ayuda del Se�or

7. El mandato de evangelizar, que el Se�or resucitado dej� a su Iglesia, va acompa�ado por la seguridad, basada en su promesa, de que �l sigue viviendo y actuando entre nosotros: � He aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo � (Mt 28, 20). Esta presencia misteriosa de Cristo en su Iglesia es la garant�a de su �xito en la realizaci�n de la misi�n que le ha sido confiada. Al mismo tiempo, esa presencia hace tambi�n posible nuestro encuentro con �l, como Hijo enviado por el Padre, como Se�or de la Vida que nos comunica su Esp�ritu. Un encuentro renovado con Jesucristo har� conscientes a todos los miembros de la Iglesia en Am�rica de que est�n llamados a continuar la misi�n del Redentor en esas tierras.

El encuentro personal con el Se�or, si es aut�ntico, llevar� tambi�n consigo la renovaci�n eclesial: las Iglesias particulares del Continente, como Iglesias hermanas y cercanas entre s�, acrecentar�n los v�nculos de cooperaci�n y solidaridad para prolongar y hacer m�s viva la obra salvadora de Cristo en la historia de Am�rica. En una actitud de apertura a la unidad, fruto de una verdadera comuni�n con el Se�or resucitado, las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrir�n, a trav�s de la propia experiencia espiritual que el � encuentro con Jesucristo vivo � es � camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad �. Y, en la medida en que estas metas vayan siendo alcanzadas, ser� posible una dedicaci�n cada vez mayor a la nueva evangelizaci�n de Am�rica.

CAPITULO I

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO

� Hemos encontrado al Mes�as � (Jn 1, 41)

Los encuentros con el Se�or en el Nuevo Testamento

8. Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jes�s con hombres y mujeres de su tiempo. Una caracter�stica com�n a todos estos episodios es la fuerza transformadora que tienen y manifiestan los encuentros con Jes�s, ya que � abren un aut�ntico proceso de conversi�n, comuni�n y solidaridad �.11 Entre los m�s significativos est� el de la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Jes�s la llama para saciar su sed, que no era s�lo material, pues, en realidad, � el que ped�a beber, ten�a sed de la fe de la misma mujer �.12 Al decirle, � dame de beber � (Jn 4, 7), y al hablarle del agua viva, el Se�or suscita en la samaritana una pregunta, casi una oraci�n, cuyo alcance real supera lo que ella pod�a comprender en aquel momento: � Se�or, dame de esa agua, para que no tenga m�s sed � (Jn 4, 15). La samaritana, aunque � todav�a no entend�a �,13 en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su divino interlocutor. Al revelarle Jes�s su mesianidad (cf. Jn 4, 26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha descubierto el Mes�as (cf. Jn 4, 28-30). As� mismo, cuando Jes�s encuentra a Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) el fruto m�s preciado es su conversi�n: �ste, consciente de las injusticias que ha cometido, decide devolver con creces —� el cu�druple �— a quienes hab�a defraudado. Adem�s, asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad hacia los necesitados, que lo lleva a dar a los pobres la mitad de sus bienes.

Una menci�n especial merecen los encuentros con Cristo resucitado narrados en el Nuevo Testamento. Gracias a su encuentro con el Resucitado, Mar�a Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensi�n pascual, Jes�s la env�a a anunciar a los disc�pulos que �l ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a Mar�a Magdalena � la ap�stol de los ap�stoles �.14 Por su parte, los disc�pulos de Ema�s, despu�s de encontrar y reconocer al Se�or resucitado, vuelven a Jerusal�n para contar a los ap�stoles y a los dem�s disc�pulos lo que les hab�a sucedido (cf. Lc 24, 13-35). Jes�s, � empezando por Mois�s y continuando por todos los profetas, les explic� lo que hab�a sobre �l en todas las Escrituras � (Lc 24, 27). Los dos disc�pulos reconocer�an m�s tarde que su coraz�n ard�a mientras el Se�or les hablaba en el camino explic�ndoles las Escrituras (cf. Lc 24, 32). No hay duda de que san Lucas al narrar este episodio, especialmente el momento decisivo en que los dos disc�pulos reconocen a Jes�s, hace una alusi�n expl�cita a los relatos de la instituci�n de la Eucarist�a, es decir, al modo como Jes�s actu� en la �ltima Cena (cf. Lc 24, 30). El evangelista, para relatar lo que los disc�pulos de Ema�s cuentan a los Once, utiliza una expresi�n que en la Iglesia naciente ten�a un significado eucar�stico preciso: � Le hab�an conocido en la fracci�n del pan � (Lc 24, 35).

Entre los encuentros con el Se�or resucitado, uno de los que han tenido un influjo decisivo en la historia del cristianismo es, sin duda, la conversi�n de Saulo, el futuro Pablo y ap�stol de los gentiles, en el camino de Damasco. All� tuvo lugar el cambio radical de su existencia, de perseguidor a ap�stol (cf. Hch 9, 3-30; 22, 6-11; 26, 12-18). El mismo Pablo habla de esta extraordinaria experiencia como de una revelaci�n del Hijo de Dios � para que le anunciase entre los gentiles � (Ga 1, 16).

La invitaci�n del Se�or respeta siempre la libertad de los que llama. Hay casos en que el hombre, al encontrarse con Jes�s, se cierra al cambio de vida al que �l lo invita. Fueron numerosos los casos de contempor�neos de Jes�s que lo vieron y oyeron, y, sin embargo, no se abrieron a su palabra. El Evangelio de san Juan se�ala el pecado como la causa que impide al ser humano abrirse a la luz que es Cristo: � Vino la luz al mundo y los hombres amaron m�s las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas � (Jn 3, 19). Los textos evang�licos ense�an que el apego a las riquezas es un obst�culo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jes�s. T�pico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23).

Encuentros personales y encuentros comunitarios

9. Algunos encuentros con Jes�s, narrados en los Evangelios, son claramente personales como, por ejemplo, las llamadas vocacionales (cf. Mt 4, 19; 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59). En ellos Jes�s trata con intimidad a sus interlocutores: � Rabb� —que quiere decir "Maestro"— �d�nde vives? � [...] � Venid y lo ver�is � (Jn 1, 38-39). Otras veces, en cambio, los encuentros tienen un car�cter comunitario. As� son, en concreto, los encuentros con los Ap�stoles, que tienen una importancia fundamental para la constituci�n de la Iglesia. En efecto, los Ap�stoles, elegidos por Jes�s de entre un grupo m�s amplio de disc�pulos (cf. Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16), son objeto de una formaci�n especial y de una comunicaci�n m�s �ntima. A la multitud Jes�s le habla en par�bolas que s�lo explica a los Doce: � Es que a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no � (Mt 13, 11). Los Ap�stoles est�n llamados a ser los anunciadores de la Buena Nueva y a desarrollar una misi�n especial para edificar la Iglesia con la gracia de los Sacramentos. Para este fin, reciben la potestad necesaria: les da el poder de perdonar los pecados apelando a la plenitud de ese mismo poder en el cielo y en la tierra que el Padre le ha dado (cf. Mt 28, 18). Ellos ser�n los primeros en recibir el don del Esp�ritu Santo (cf. Hch 2, 1-4), don que recibir�n m�s tarde quienes se incorporen a la Iglesia por los sacramentos de la iniciaci�n cristiana (cf. Hch 2, 38).

El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia

10. La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jes�s, pueden descubrir el amor del Padre: en efecto, el que ha visto a Jes�s ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9). Jes�s, despu�s de su ascensi�n al cielo, act�a mediante la acci�n poderosa del Par�clito (cf. Jn 16, 7), que transforma a los creyentes d�ndoles la nueva vida. De este modo ellos llegan a ser capaces de amar con el mismo amor de Dios, � que ha sido derramado en nuestros corazones por el Esp�ritu Santo que se nos ha dado � (Rm 5, 5). La gracia divina prepara, adem�s, a los cristianos a ser agentes de la transformaci�n del mundo, instaurando en �l una nueva civilizaci�n, que mi predecesor Pablo VI llam� justamente � civilizaci�n del amor �.15

En efecto, � el Verbo de Dios, asumiendo en todo la naturaleza humana menos en el pecado (cf. Hb 4, 11), manifiesta el plan del Padre, de revelar a la persona humana el modo de llegar a la plenitud de su propia vocaci�n [...] As�, Jes�s no s�lo reconcilia al hombre con Dios, sino que lo reconcilia tambi�n consigo mismo, revel�ndole su propia naturaleza �.16 Con estas palabras los Padres sinodales, en la l�nea del Concilio Vaticano II, han reafirmado que Jes�s es el camino a seguir para llegar a la plena realizaci�n personal, que culmina en el encuentro definitivo y eterno con Dios. � Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por m� � (Jn 14, 6). Dios nos � predestin� a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera �l el primog�nito entre muchos hermanos � (Rm 8, 29). Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian tambi�n hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano.

Por medio de Mar�a encontramos a Jes�s

11. Cuando naci� Jes�s, los magos de Oriente acudieron a Bel�n y � vieron al Ni�o con Mar�a su Madre � (Mt 2, 11). Al inicio de la vida p�blica, en las bodas de Can�, cuando el Hijo de Dios realiz� el primero de sus signos, suscitando la fe de los disc�pulos (Jn 2, 11), es Mar�a la que interviene y orienta a los servidores hacia su Hijo con estas palabras: � Haced lo que �l os diga � (Jn 2, 5). A este respecto, he escrito en otra ocasi�n: � La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salv�fico del Mes�as �.17 Por eso, Mar�a es un camino seguro para encontrar a Cristo. La piedad hacia la Madre del Se�or, cuando es aut�ntica, anima siempre a orientar la propia vida seg�n el esp�ritu y los valores del Evangelio.

�C�mo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en Am�rica, en camino al encuentro con el Se�or? En efecto, la Sant�sima Virgen, � de manera especial, est� ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de Am�rica, que por Mar�a llegaron al encuentro con el Se�or �.18

En todas las partes del Continente la presencia de la Madre de Dios ha sido muy intensa desde los d�as de la primera evangelizaci�n, gracias a la labor de los misioneros. En su predicaci�n, � el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen Mar�a como su realizaci�n m�s alta. Desde los or�genes —en su advocaci�n de Guadalupe— Mar�a constituy� el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercan�a del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comuni�n �.19

La aparici�n de Mar�a al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el a�o 1531, tuvo una repercusi�n decisiva para la evangelizaci�n.20 Este influjo va m�s all� de los confines de la naci�n mexicana, alcanzando todo el Continente. Y Am�rica, que hist�ricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido � en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa Mar�a de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelizaci�n perfectamente inculturada �.21 Por eso, no s�lo en el Centro y en el Sur, sino tambi�n en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda Am�rica.22

A lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez m�s en los Pastores y fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la evangelizaci�n del Continente. En la oraci�n compuesta para la Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica, Mar�a Sant�sima de Guadalupe es invocada como � Patrona de toda Am�rica y Estrella de la primera y de la nueva evangelizaci�n �. En este sentido, acojo gozoso la propuesta de los Padres sinodales de que el d�a 12 de diciembre se celebre en todo el Continente la fiesta de Nuestra Se�ora de Guadalupe, Madre y Evangelizadora de Am�rica.23 Abrigo en mi coraz�n la firme esperanza de que ella, a cuya intercesi�n se debe el fortalecimiento de la fe de los primeros disc�pulos (cf. Jn 2, 11), gu�e con su intercesi�n maternal a la Iglesia en este Continente, alcanz�ndole la efusi�n del Esp�ritu Santo como en la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), para que la nueva evangelizaci�n produzca un espl�ndido florecimiento de vida cristiana.

Lugares de encuentro con Cristo

12. Contando con el auxilio de Mar�a, la Iglesia en Am�rica desea conducir a los hombres y mujeres de este Continente al encuentro con Cristo, punto de partida para una aut�ntica conversi�n y para una renovada comuni�n y solidaridad. Este encuentro contribuir� eficazmente a consolidar la fe de muchos cat�licos, haciendo que madure en fe convencida, viva y operante.

Para que la b�squeda de Cristo presente en su Iglesia no se reduzca a algo meramente abstracto, es necesario mostrar los lugares y momentos concretos en los que, dentro de la Iglesia, es posible encontrarlo. La reflexi�n de los Padres sinodales a este respecto ha sido rica en sugerencias y observaciones.

Ellos han se�alado, en primer lugar, � la Sagrada Escritura le�da a la luz de la Tradici�n, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la meditaci�n y la oraci�n �.24 Se ha recomendado fomentar el conocimiento de los Evangelios, en los que se proclama, con palabras f�cilmente accesibles a todos, el modo como Jes�s vivi� entre los hombres. La lectura de estos textos sagrados, cuando se escucha con la misma atenci�n con que las multitudes escuchaban a Jes�s en la ladera del monte de las Bienaventuranzas o en la orilla del lago de Tiber�ades mientras predicaba desde la barca, produce verdaderos frutos de conversi�n del coraz�n.

Un segundo lugar para el encuentro con Jes�s es la sagrada Liturgia.25 Al Concilio Vaticano II debemos una riqu�sima exposici�n de las m�ltiples presencias de Cristo en la Liturgia, cuya importancia debe llevar a hacer de ello objeto de una constante predicaci�n: Cristo est� presente en el celebrante que renueva en el altar el mismo y �nico sacrificio de la Cruz; est� presente en los Sacramentos en los que act�a su fuerza eficaz. Cuando se proclama su palabra, es �l mismo quien nos habla. Est� presente adem�s en la comunidad, en virtud de su promesa: � Donde est�n dos o tres reunidos en mi nombre, all� estoy yo en medio de ellos � (Mt 18, 20). Est� presente � sobre todo bajo las especies eucar�sticas �.26 Mi predecesor Pablo VI crey� necesario explicar la singularidad de la presencia real de Cristo en la Eucarist�a, que � se llama "real" no por exclusi�n, como si las otras presencias no fueran "reales", sino por antonomasia, porque es substancial �.27 Bajo las especies de pan y vino, � Cristo todo entero est� presente en su "realidad f�sica" a�n corporalmente �.28

La Escritura y la Eucarist�a, como lugares de encuentro con Cristo, est�n sugeridas en el relato de la aparici�n del Resucitado a los dos disc�pulos de Ema�s. Adem�s, el texto del Evangelio sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el que se afirma que seremos juzgados sobre el amor a los necesitados, en quienes misteriosamente est� presente el Se�or Jes�s, indica que no se debe descuidar un tercer lugar de encuentro con Cristo: � Las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica �.29 Como recordaba el Papa Pablo VI, al clausurar el Concilio Vaticano II, � en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus l�grimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40), el Hijo del hombre �.30

CAPITULO II

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO EN EL HOY DE AMERICA

� A quien se le dio mucho, se le reclamar� mucho � (Lc 12, 48)

Situaci�n de los hombres y mujeres de Am�rica y su encuentro con el Se�or

13. En los Evangelios se narran encuentros con Cristo de personas en situaciones muy diferentes. A veces se trata de situaciones de pecado, que dejan entrever la necesidad de la conversi�n y del perd�n del Se�or. En otras circunstancias se dan actitudes positivas de b�squeda de la verdad, de aut�ntica confianza en Jes�s, que llevan a establecer una relaci�n de amistad con �l, y que estimulan el deseo de imitarlo. No pueden olvidarse tampoco los dones con los que el Se�or prepara a algunos para un encuentro posterior. As� Dios, haciendo a Mar�a � llena de gracia � (Lc 1, 28) desde el primer momento, la prepar� para que en ella tuviera lugar el m�s importante encuentro divino con la naturaleza humana: el misterio inefable de la Encarnaci�n.

Como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que son el resultado de actos personales,31 es necesario tener presente que Am�rica es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de proceder de los hombres y mujeres que lo habitan. En esta situaci�n real y concreta es donde ellos han de encontrarse con Jes�s.

Identidad cristiana de Am�rica

14. El mayor don que Am�rica ha recibido del Se�or es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana. Hace ya m�s de quinientos a�os que el nombre de Cristo comenz� a ser anunciado en el Continente. Fruto de la evangelizaci�n, que ha acompa�ado los movimientos migratorios desde Europa, es la fisonom�a religiosa americana, impregnada de los valores morales que, si bien no siempre se han vivido coherentemente y en ocasiones se han puesto en discusi�n, pueden considerarse en cierto modo patrimonio de todos los habitantes de Am�rica, incluso de quienes no se identifican con ellos. Es claro que la identidad cristiana de Am�rica no puede considerarse como sin�nimo de identidad cat�lica. La presencia de otras confesiones cristianas en grado mayor o menor en diferentes partes de Am�rica, hace especialmente urgente el compromiso ecum�nico, para buscar la unidad entre todos los creyentes en Cristo.32

Frutos de santidad

15. La expresi�n y los mejores frutos de la identidad cristiana de Am�rica son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo � es tan profundo y comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e impulsa a construir su Reino, a hacer que �l y la nueva alianza sean el sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria �.33 Am�rica ha visto florecer los frutos de la santidad desde los comienzos de su evangelizaci�n. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), � la primera flor de santidad en el Nuevo Mundo �, proclamada patrona principal de Am�rica en 1670 por el Papa Clemente X.34 Despu�s de ella, el santoral americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud actual.35 Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares, ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos, ve en ellos a poderosos intercesores unidos a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de Am�rica acompa�an con solicitud fraterna a los hombres y mujeres de su tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro definitivo con el Se�or.36 Para fomentar cada vez m�s su imitaci�n y para que los fieles recurran de una manera m�s frecuente y fructuosa a su intercesi�n, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales de preparar � una colecci�n de breves biograf�as de los Santos y Beatos americanos. Esto puede iluminar y estimular en Am�rica la respuesta a la vocaci�n universal a la santidad �.37

Entre sus Santos, � la historia de la evangelizaci�n de Am�rica reconoce numerosos m�rtires, varones y mujeres, tanto Obispos, como presb�teros, religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones. Ellos, como nube de testigos (cf. Hb 12, 1), nos estimulan para que asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelizaci�n �.38 Es necesario que sus ejemplos de entrega sin l�mites a la causa del Evangelio sean no s�lo preservados del olvido, sino m�s conocidos y difundidos entre los fieles del Continente. Al respecto, escrib�a en la Tertio millennio adveniente: � Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentaci�n necesaria �.39

La piedad popular

16. Una caracter�stica peculiar de Am�rica es la existencia de una piedad popular profundamente enraizada en sus diversas naciones. Est� presente en todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial importancia como lugar de encuentro con Cristo para todos aquellos que con esp�ritu de pobreza y humildad de coraz�n buscan sinceramente a Dios (cf. Mt 11, 25). Las expresiones de esta piedad son numerosas: � Las peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Sant�sima Virgen y de los santos, la oraci�n por las almas del purgatorio, el uso de sacramentales (agua, aceite, cirios...). �stas y tantas otras expresiones de la piedad popular ofrecen oportunidad para que los fieles encuentren a Cristo viviente�.40 Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de descubrir, en las manifestaciones de la religiosidad popular, los verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de la genuina doctrina cat�lica, a fin de que esta religiosidad lleve a un compromiso sincero de conversi�n y a una experiencia concreta de caridad.41 La piedad popular, si est� orientada convenientemente, contribuye tambi�n a acrecentar en los fieles la conciencia de pertenecer a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo as� una respuesta v�lida a los actuales desaf�os de la secularizaci�n.42

Ya que en Am�rica la piedad popular es expresi�n de la inculturaci�n de la fe cat�lica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas aut�ctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones v�lidas para una mayor inculturaci�n del Evangelio.43 Ello es especialmente importante entre las poblaciones ind�genas, para que � las semillas del Verbo � presentes en sus culturas lleguen a su plenitud en Cristo.44 Lo mismo debe decirse de los americanos de origen africano. La Iglesia � reconoce que tiene la obligaci�n de acercarse a estos americanos a partir de su cultura, considerando seriamente las riquezas espirituales y humanas de esta cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegr�a y de solidaridad, su lengua y sus tradiciones �.45

Presencia cat�lico-oriental en Am�rica

17. La inmigraci�n a Am�rica es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelizaci�n hasta nuestros d�as. Dentro de este complejo fen�meno debe se�alarse que, en los �ltimos tiempos, diversas regiones de Am�rica han acogido a numerosos miembros de las Iglesias cat�licas orientales que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio proced�a, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones del Medio Oriente. De este modo, ha sido necesaria pastoralmente la creaci�n de una jerarqu�a cat�lica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes. Las normas emanadas por el Concilio Vaticano II, que los Padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales � tienen derecho y obligaci�n de regirse seg�n sus respectivas disciplinas peculiares �, ya que tienen la misi�n de dar testimonio de una antiqu�sima tradici�n doctrinal, lit�rgica y mon�stica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que �stas � son m�s adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan m�s adecuadas para procurar el bien de las almas �.46 Si la Comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a trav�s de la perfecta comuni�n entre la Iglesia cat�lica y las orientales separadas,47 hay que alegrarse por la reciente implantaci�n de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas all� desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Se�or.48

La Iglesia en el campo de la educaci�n y de la acci�n social

18. Entre los factores que favorecen la influencia de la Iglesia en la formaci�n cristiana de los americanos, debe se�alarse su amplia presencia en el campo de la educaci�n y, de modo especial, en el mundo universitario. Las numerosas Universidades cat�licas diseminadas por el Continente son un rasgo caracter�stico de la vida eclesial en Am�rica. As� mismo, en la ense�anza primaria y secundaria el alto n�mero de escuelas cat�licas ofrece la posibilidad de una acci�n evangelizadora de alcance muy amplio, siempre que vaya acompa�ada por una decidida voluntad de impartir una educaci�n verdaderamente cristiana.49

Otro campo importante en el que la Iglesia est� presente en toda Am�rica es el de la asistencia caritativa y social. Las m�ltiples iniciativas para la atenci�n de los ancianos, los enfermos y de cuantos est�n necesitados de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y otros centros sociales, son testimonio palpable del amor preferencial por los pobres que la Iglesia en Am�rica lleva adelante movida por el amor a su Se�or y consciente de que � Jes�s se ha identificado con ellos (cf. Mt 25, 31-46) �.50 En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando as� la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar.

El servicio a los pobres, para que sea evang�lico y evangelizador, ha de ser fiel reflejo de la actitud de Jes�s, que vino � para anunciar a los pobres la Buena Nueva � (Lc 4, 18). Realizado con este esp�ritu, llega a ser manifestaci�n del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvaci�n que Cristo ha tra�do al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad.

Esta constante dedicaci�n a los pobres y desheredados se refleja en el Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superaci�n de toda forma de explotaci�n y opresi�n. En efecto, se trata no s�lo de aliviar las necesidades m�s graves y urgentes mediante acciones individuales y espor�dicas, sino de poner de relieve las ra�ces del mal, proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, pol�ticas y econ�micas una configuraci�n m�s justa y solidaria.

Creciente respeto de los derechos humanos

19. En el �mbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe se�alarse entre los aspectos positivos de la Am�rica actual la creciente implantaci�n en todo el Continente de sistemas pol�ticos democr�ticos y la progresiva reducci�n de reg�menes dictatoriales. La Iglesia ve con agrado esta evoluci�n, en la medida en que esto favorezca cada vez m�s un evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es leg�timo el recurso a m�todos de detenci�n y de interrogatorio —pienso concretamente en la tortura— lesivos de la dignidad humana. En efecto, � el Estado de Derecho es la condici�n necesaria para establecer una verdadera democracia �.51

Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los ciudadanos y, m�s a�n, en la clase dirigente el convencimiento de que la libertad no puede estar desvinculada de la verdad.52 En efecto, � los graves problemas que amenazan la dignidad de la persona humana, la familia, el matrimonio, la educaci�n, la econom�a y las condiciones de trabajo, la calidad de la vida y la vida misma, proponen la cuesti�n del Derecho �.53 Los Padres sinodales han subrayado con raz�n que � los derechos fundamentales de la persona humana est�n inscritos en su misma naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y aceptaci�n universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos apelando a la mayor�a o a los consensos pol�ticos, con el pretexto de que as� se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe comprometerse en formar y acompa�ar a los laicos que est�n presentes en los �rganos legislativos, en el gobierno y en la administraci�n de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropolog�a y que tengan presente el bien com�n �.54

El fen�meno de la globalizaci�n

20. Una caracter�stica del mundo actual es la tendencia a la globalizaci�n, fen�meno que, aun no siendo exclusivamente americano, es m�s perceptible y tiene mayores repercusiones en Am�rica. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicaci�n entre las diversas partes del mundo, llevando pr�cticamente a la superaci�n de las distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos.

Desde el punto de vista �tico, puede tener una valoraci�n positiva o negativa. En realidad, hay una globalizaci�n econ�mica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producci�n, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos pa�ses en lo econ�mico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalizaci�n se rige por las meras leyes del mercado aplicadas seg�n las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribuci�n de un valor absoluto a la econom�a, el desempleo, la disminuci�n y el deterioro de ciertos servicios p�blicos, la destrucci�n del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situaci�n de inferioridad cada vez m�s acentuada.55 La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalizaci�n comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella.

�Y qu� decir de la globalizaci�n cultural producida por la fuerza de los medios de comunicaci�n social? �stos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy dif�cil mantener viva la adhesi�n a los valores del Evangelio.

La urbanizaci�n creciente

21. El fen�meno de la urbanizaci�n contin�a creciendo tambi�n en Am�rica. Desde hace algunos lustros el Continente est� viviendo un �xodo constante del campo a la ciudad. Se trata de un fen�meno complejo, ya descrito por mi predecesor Pablo VI.56 Las causas de este fen�meno son varias, pero entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las zonas rurales, donde con frecuencia faltan los servicios, las comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad, adem�s, con las caracter�sticas de diversi�n y bienestar con que no pocas veces la presentan los medios de comunicaci�n social, ejerce un atractivo especial para las gentes sencillas del campo.

La frecuente falta de planificaci�n en este proceso acarrea muchos males. Como han se�alado los Padres sinodales, � en ciertos casos, algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atm�sfera de desesperaci�n �.57 El fen�meno de la urbanizaci�n presenta asimismo grandes desaf�os a la acci�n pastoral de la Iglesia, que ha de hacer frente al desarraigo cultural, la p�rdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribu�an a sostenerla.

Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que as� como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, est� hoy llamada a llevar a cabo una evangelizaci�n urbana met�dica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales.58

El peso de la deuda externa

22. Los Padres sinodales han manifestado su preocupaci�n por la deuda externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atenci�n de la opini�n p�blica sobre la complejidad del tema, reconociendo � que la deuda es frecuentemente fruto de la corrupci�n y de la mala administraci�n�.59 En el esp�ritu de la reflexi�n sinodal, este reconocimiento no pretende concentrar en un s�lo polo las responsabilidades de un fen�meno que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones.60

En efecto, entre las m�ltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben se�alarse no s�lo los elevados intereses, fruto de pol�ticas financieras especulativas, sino tambi�n la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante pr�stamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del pa�s. Por otra parte, ser�a injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la situaci�n es a�n m�s comprensible, si se tiene en cuenta que � ya el mero pago de los intereses es un peso sobre la econom�a de las naciones pobres, que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el desarrollo social, la educaci�n, la sanidad y la instituci�n de un dep�sito para crear trabajo �.61

La corrupci�n

23. La corrupci�n, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado atentamente. La corrupci�n � sin guardar l�mites, afecta a las personas, a las estructuras p�blicas y privadas de poder y a las clases dirigentes �. Se trata de una situaci�n que � favorece la impunidad y el enriquecimiento il�cito, la falta de confianza con respecto a las instituciones pol�ticas, sobre todo en la administraci�n de la justicia y en la inversi�n p�blica, no siempre clara, igual y eficaz para todos �.62

A este prop�sito, deseo recordar cuanto escrib� en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupci�n ha de ser denunciada y combatida con valent�a por quienes detentan la autoridad y con la � colaboraci�n generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral �.63 Los adecuados organismos de control y la transparencia de las transacciones econ�micas y financieras previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupci�n, cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los m�s pobres y desvalidos. Son adem�s los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administraci�n de la justicia es corrupta.

Comercio y consumo de drogas

24. El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las estructuras sociales de las naciones en Am�rica. Esto � contribuye a los cr�menes y a la violencia, a la destrucci�n de la vida familiar, a la destrucci�n f�sica y emocional de muchos individuos y comunidades, sobre todo entre los j�venes. Corroe la dimensi�n �tica del trabajo y contribuye a aumentar el n�mero de personas en las c�rceles, en una palabra, a la degradaci�n de la persona en cuanto creada a imagen de Dios �.64 Este nefasto comercio lleva tambi�n � a destruir gobiernos, corroyendo la seguridad econ�mica y la estabilidad de las naciones �.65 Estamos ante uno de los desaf�os m�s apremiantes a los que deben enfrentarse muchas naciones del mundo. En efecto, es un desaf�o que hipoteca gran parte de los logros obtenidos en los �ltimos tiempos para el progreso de la humanidad. Para algunas naciones de Am�rica, la producci�n, el tr�fico y el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio internacional, porque limitan su credibilidad y dificultan la deseada colaboraci�n con otros pa�ses, tan necesaria en nuestros d�as para el desarrollo arm�nico de cada pueblo.

Preocupaci�n por la ecolog�a

25. � Y vio Dios que estaba bien � (Gn 1, 25). Estas palabras que leemos en el primer cap�tulo del Libro del G�nesis, muestran el sentido de la obra realizada por �l. El Creador conf�a al hombre, coronaci�n de toda la obra de la creaci�n, el cuidado de la tierra (cf. Gn 2, 15). De aqu� surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecolog�a. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y �tica, que supere las actitudes y � los estilos de vida conducidos por el ego�smo que llevan al agotamiento de los recursos naturales �.66

Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervenci�n de los creyentes. Es necesaria la colaboraci�n de todos los hombres de buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para conseguir una protecci�n eficaz del medio ambiente, considerado como don de Dios. �Cu�ntos abusos y da�os ecol�gicos se dan tambi�n en muchas regiones americanas! Baste pensar en la emisi�n incontrolada de gases nocivos o en el dram�tico fen�meno de los incendios forestales, provocados a veces intencionadamente por personas movidas por intereses ego�stas. Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertizaci�n de no pocas zonas de Am�rica, con las inevitables secuelas de hambre y miseria. El problema se plantea, con especial intensidad, en la selva amaz�nica, inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador, Per� y Bolivia.67 Es uno de los espacios naturales m�s apreciados en el mundo por su diversidad biol�gica, siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.

CAPITULO III

CAMINO DE CONVERSION

� Arrepent�os, pues, y convert�os � (Hch 3, 19)

Urgencia del llamado a la conversi�n

26. � El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios est� cerca; convert�os y creed en la Buena Nueva � (Mc 1, 15). Estas palabras de Jes�s, con las que comenz� su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los o�dos de los Obispos, presb�teros, di�conos, personas consagradas y fieles laicos de toda Am�rica. Tanto la reciente celebraci�n del V Centenario del comienzo de la evangelizaci�n de Am�rica, como la conmemoraci�n de los 2000 a�os del Nacimiento de Jes�s, el gran Jubileo que nos disponemos a celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocaci�n cristiana. La grandeza del acontecimiento de la Encarnaci�n y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en Am�rica invitan a responder con prontitud a Cristo con una conversi�n personal m�s decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evang�lica cada vez m�s generosa. La exhortaci�n de Cristo a convertirse resuena tambi�n en la del Ap�stol: � Es ya hora de levantaros del sue�o, que la salvaci�n est� m�s cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe � (Rm 13, 11). El encuentro con Jes�s vivo, mueve a la conversi�n.

Para hablar de conversi�n, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata s�lo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisi�n del propio modo de actuar a la luz de los criterios evang�licos. A este respecto, san Pablo habla de � la fe que act�a por la caridad � (Ga 5, 6). Por ello, la aut�ntica conversi�n debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepci�n de los sacramentos de la Reconciliaci�n y la Eucarist�a. La conversi�n conduce a la comuni�n fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo m�stico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los dem�s, especialmente a los m�s necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversi�n favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separaci�n entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la divisi�n entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversi�n. En efecto, cuando existe esta divisi�n, el cristianismo es s�lo nominal. Para ser verdadero disc�pulo del Se�or, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues � el testigo no da s�lo testimonio con las palabras, sino con su vida �.68 Hemos de tener presentes las palabras de Jes�s: � No todo el que me diga: "Se�or, Se�or", entrar� en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial � (Mt 7, 21). La apertura a la voluntad del Padre supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida: � El m�ximo testimonio es el martirio �.69

Dimensi�n social de la conversi�n

27. La conversi�n no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este respecto, los Padres sinodales han se�alado que, por desgracia, � existen grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una conversi�n m�s profunda y con respecto a las relaciones entre los ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia �.70 � Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve � (1 Jn 4, 20).

La caridad fraterna implica una preocupaci�n por todas las necesidades del pr�jimo. � Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su coraz�n, �c�mo puede permanecer en �l el amor de Dios? � (1 Jn 3, 17). Por ello, convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en Am�rica, significa revisar � todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtenci�n del bien com�n �.71 De modo particular convendr� � atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligaci�n de participar en la acci�n pol�tica seg�n el Evangelio �.72 No obstante, ser� necesario tener presente que la actividad en el �mbito pol�tico forma parte de la vocaci�n y acci�n de los fieles laicos.73

A este prop�sito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad pol�tica y la Iglesia, y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a t�tulo personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comuni�n con sus Pastores. � La Iglesia, que por raz�n de su misi�n y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad pol�tica ni est� ligada a sistema pol�tico alguno, es a la vez signo y salvaguardia del car�cter trascendente de la persona humana �.74

Conversi�n permanente

28. La conversi�n en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino que el disc�pulo est� llamado a recorrer siguiendo a Jes�s, la conversi�n es un empe�o que abarca toda la vida. Por otro lado, mientras estamos en este mundo, nuestro prop�sito de conversi�n se ve constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que � nadie puede servir a dos se�ores � (Mt 6, 24), el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evang�licos que contrasta con las tendencias dominantes en el mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente � el encuentro con Jesucristo vivo �, camino que, como han se�alado los Padres sinodales, � nos conduce a la conversi�n permanente �.75

El llamado universal a la conversi�n adquiere matices particulares para la Iglesia en Am�rica, comprometida tambi�n en la renovaci�n de la propia fe. Los Padres sinodales han formulado as� esta tarea concreta y exigente: � Esta conversi�n exige especialmente de nosotros Obispos una aut�ntica identificaci�n con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercan�a, a la carencia de ventajas, para que, como �l, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Esp�ritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que est�n sumamente lejanos y excluidos �.76 Para ser Pastores seg�n el coraz�n de Dios (cf. Jr 3, 15), es indispensable asumir un modo de vivir que nos asemeje a Aqu�l que dijo de s� mismo: � Yo soy el buen pastor � (Jn 10, 11), y que san Pablo evoca al escribir: � Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo � (1 Co 11, 1).

Guiados por el Esp�ritu Santo hacia nuevo estilo de vida

29. La propuesta de un nuevo estilo de vida no es s�lo para los Pastores, sino m�s bien para todos los cristianos que viven en Am�rica. A todos se les pide que profundicen y asuman la aut�ntica espiritualidad cristiana. � En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir seg�n las exigencias cristianas, la cual es "la vida en Cristo" y "en el Esp�ritu", que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial �.77 En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversi�n, se entiende no � una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Esp�ritu Santo �.78 Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oraci�n. �sta lo � conducir� poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitir� reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos �.79

La oraci�n tanto personal como lit�rgica es un deber de todo cristiano. � Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin �l no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). �l mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oraci�n y la contemplaci�n, y pidi� a los Ap�stoles que hicieran lo mismo �.80 A sus disc�pulos, sin excepci�n, el Se�or recuerda: � Entra en tu aposento y, despu�s de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que est� all�, en lo secreto � (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oraci�n debe adaptarse a la capacidad y condici�n de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre � a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el �nico Esp�ritu (1 Co 12, 13) �.81 En este sentido, la dimensi�n contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplaci�n de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnaci�n del Verbo, de la Redenci�n de los hombres, y las otras grandes obras salv�ficas de Dios.82

Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplaci�n tienen una misi�n fundamental en la Iglesia que est� en Am�rica. Ellos son, seg�n expresi�n del Concilio Vaticano II, � honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes �.83 Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo y ancho del Continente, han de ser � objeto de peculiar amor por parte de los Pastores, los cuales est�n plenamente persuadidos de que las almas entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la oraci�n, la penitencia y la contemplaci�n, a las que consagran su vida. Los contemplativos deben ser conscientes de que est�n integrados en la misi�n de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando as� para que busquen el rostro de Dios en la vida diaria �.84

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos ra�z y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinaci�n terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se ver�n enriquecidos por la pr�ctica sacramental y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensi�n social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a trav�s de un camino de oraci�n, se hace m�s consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la direcci�n espiritual, pr�ctica tradicionalmente presente en la Iglesia. Los Padres sinodales han cre�do necesario recomendar a los sacerdotes este ministerio de tanta importancia.85

Vocaci�n universal a la santidad

30. � Sed santos, porque yo, el Se�or, vuestro Dios, soy santo � (Lv 19, 2). La Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica ha querido recordar con vigor a todos los cristianos la importancia de la doctrina de la vocaci�n universal a la santidad en la Iglesia.86 Se trata de uno de los puntos centrales de la Constituci�n dogm�tica sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II.87 La santidad es la meta del camino de conversi�n, pues �sta � no es fin en s� misma, sino proceso hacia Dios, que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en las obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16)�.88 En el camino de la santidad Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a imitar: �l es � el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. Mc 1, 24). �l mismo nos ense�a que el coraz�n de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc 10, 25ss) �.89

Jes�s, el �nico camino para la santidad

31. � Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida � (Jn 14, 6). Con estas palabras Jes�s se presenta como el �nico camino que conduce a la santidad. Pero el conocimiento concreto de este itinerario se obtiene principalmente mediante la Palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicaci�n. Por ello, la Iglesia en Am�rica � debe conceder una gran prioridad a la reflexi�n orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles �.90 Esta lectura de la Biblia, acompa�ada de la oraci�n, se conoce en la tradici�n de la Iglesia con el nombre de Lectio divina, pr�ctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos. Para los presb�teros, debe constituir un elemento fundamental en la preparaci�n de sus homil�as, especialmente las dominicales.91

Penitencia y reconciliaci�n

32. La conversi�n (metanoia), a la que cada ser humano est� llamado, lleva a aceptar y hacer propia la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. Esto supone el abandono de la forma de pensar y actuar del mundo, que tantas veces condiciona fuertemente la existencia. Como recuerda la Sagrada Escritura, es necesario que muera el hombre viejo y nazca el hombre nuevo, es decir, que todo el ser humano se renueve � hasta alcanzar un conocimiento perfecto seg�n la imagen de su creador� (Col 3, 10). En ese camino de conversi�n y b�squeda de la santidad � deben fomentarse los medios asc�ticos que existieron siempre en la pr�ctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perd�n, recibido y celebrado con las debidas disposiciones �.92 S�lo quien se reconcilia con Dios es protagonista de una aut�ntica reconciliaci�n con y entre los hermanos.

La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de la cual no est� exenta la Iglesia en Am�rica, y sobre la que he expresado mi preocupaci�n desde los comienzos mismos de mi pontificado,93 podr� superarse por la acci�n pastoral continuada y paciente.

A este respecto, los Padres sinodales piden justamente � que los sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebraci�n del sacramento de la Penitencia, y que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que lo reciban, sin que los pastores descuiden su propia confesi�n frecuente �.94 Los Obispos y los sacerdotes experimentan personalmente el misterioso encuentro con Cristo que perdona en el sacramento de la Penitencia, y son testigos privilegiados de su amor misericordioso.

La Iglesia cat�lica, que abarca a hombres y mujeres � de toda naci�n, razas, pueblos y lenguas � (Ap 7, 9), est� llamada a ser, � en un mundo se�alado por las divisiones ideol�gicas, �tnicas, econ�micas y culturales �, el � signo vivo de la unidad de la familia humana �.95 Am�rica, tanto en la compleja realidad de cada naci�n y la variedad de sus grupos �tnicos, como en los rasgos que caracterizan todo el Continente, presenta muchas diversidades que no se han de ignorar y a las que se debe prestar atenci�n. Gracias a un eficaz trabajo de integraci�n entre todos los miembros del pueblo de Dios en cada pa�s y entre los miembros de las Iglesias particulares de las diversas naciones, las diferencias de hoy podr�n ser fuente de mutuo enriquecimiento. Como afirman justamente los Padres sinodales, � es de gran importancia que la Iglesia en toda Am�rica sea signo vivo de una comuni�n reconciliada y un llamado permanente a la solidaridad, un testimonio siempre presente en nuestros diversos sistemas pol�ticos, econ�micos y sociales �.96 �sta es una aportaci�n significativa que los creyentes pueden ofrecer a la unidad del Continente americano.

CAPITULO IV

CAMINO PARA LA COMUNION

� Como t�, Padre, en m� y yo en t�, que ellos tambi�n sean uno en nosotros � (Jn 17, 21)

La Iglesia, sacramento de comuni�n

33. � Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comuni�n, Padre, Hijo y Esp�ritu Santo, unidad en la distinci�n, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comuni�n trinitaria. Es necesario proclamar que esta comuni�n es el proyecto magn�fico de Dios [Padre]; que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comuni�n, y que el Esp�ritu Santo trabaja constantemente para crear la comuni�n y restaurarla cuando se hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de la comuni�n querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfecci�n en la plenitud del Reino �.97 La Iglesia es signo de comuni�n porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comuni�n con Cristo, Cabeza del Cuerpo m�stico, entramos en comuni�n viva con todos los creyentes.

Esta comuni�n, existente en la Iglesia y esencial a su naturaleza,98 debe manifestarse a trav�s de signos concretos, � como podr�an ser: la oraci�n en com�n de unos por otros, el impulso a las relaciones entre las Conferencias Episcopales, los v�nculos entre Obispo y Obispo, las relaciones de hermandad entre las di�cesis y las parroquias, y la mutua comunicaci�n de agentes pastorales para acciones misionales espec�ficas �.99 La comuni�n eclesial implica conservar el dep�sito de la fe en su pureza e integridad, as� como tambi�n la unidad de todo el Colegio de los Obispos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro. En este contexto, los Padres sinodales han se�alado que � el fortalecimiento del oficio petrino es fundamental para la preservaci�n de la unidad de la Iglesia �, y que � el ejercicio pleno del primado de Pedro es fundamental para la identidad y la vitalidad de la Iglesia en Am�rica �. 100 Por encargo del Se�or, a Pedro y a sus Sucesores corresponde el oficio de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32) y de pastorear toda la grey de Cristo (cf. Jn 21, 15-17). Asimismo, el Sucesor del pr�ncipe de los Ap�stoles est� llamado a ser la piedra sobre la que la Iglesia est� edificada, y a ejercer el ministerio derivado de ser el depositario de las llaves del Reino (cf. Mt 16, 18-19). El Vicario de Cristo es, pues, � el perpetuo principio de [...] unidad y el fundamento visible � de la Iglesia. 101

Iniciaci�n cristiana y comuni�n

34. La comuni�n de vida en la Iglesia se obtiene por los sacramentos de la iniciaci�n cristiana: Bautismo, Confirmaci�n y Eucarist�a. El Bautismo es � la puerta de la vida espiritual: pues por �l nos hacemos miembros de Cristo, y del cuerpo de la Iglesia �. 102 Los bautizados, al recibir la Confirmaci�n � se vinculan m�s estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Esp�ritu Santo, y con ello quedan obligados m�s estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras �. 103 El proceso de la iniciaci�n cristiana se perfecciona y culmina con la recepci�n de la Eucarist�a, por la cual el bautizado se inserta plenamente en el Cuerpo de Cristo. 104

� Estos sacramentos son una excelente oportunidad para una buena evangelizaci�n y catequesis, cuando su preparaci�n se hace por agentes dotados de fe y competencia �. 105 Aunque en las diversas di�cesis de Am�rica se ha avanzado mucho en la preparaci�n para los sacramentos de la iniciaci�n cristiana, los Padres sinodales se lamentaban de que todav�a � son muchos los que los reciben sin la suficiente formaci�n �. 106 En el caso del bautismo de ni�os no debe omitirse un esfuerzo catequizador de cara a los padres y padrinos.

La Eucarist�a, centro de comuni�n con Dios y con los hermanos

35. La realidad de la Eucarist�a no se agota en el hecho de ser el sacramento con el que se culmina la iniciaci�n cristiana. Mientras el Bautismo y la Confirmaci�n tienen la funci�n de iniciar e introducir en la vida propia de la Iglesia, no siendo repetibles, 107 la Eucarist�a contin�a siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial. 108 Los diversos aspectos de este sacramento muestran su inagotable riqueza: es, al mismo tiempo, sacramento-sacrificio, sacramento-comuni�n, sacramento-presencia. 109

La Eucarist�a es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo. Por ello los Pastores del pueblo de Dios en Am�rica, a trav�s de la predicaci�n y la catequesis, deben esforzarse en � dar a la celebraci�n eucar�stica dominical una nueva fuerza, como fuente y culminaci�n de la vida de la Iglesia, prenda de su comuni�n en el Cuerpo de Cristo e invitaci�n a la solidaridad como expresi�n del mandato del Se�or: � que os am�is los unos a los otros, como yo os he amado � (Jn 13, 34) 110 Como sugieren los Padres sinodales, dicho esfuerzo debe tener en cuenta varias dimensiones fundamentales. Ante todo, es necesario que los fieles sean conscientes de que la Eucarist�a es un inmenso don, a fin de que hagan todo lo posible para participar activa y dignamente en ella, al menos los domingos y d�as festivos. Al mismo tiempo, se han de promover � todos los esfuerzos de los sacerdotes para hacer m�s f�cil esa participaci�n y posibilitarla en las comunidades lejanas �. 111 Habr� que recordar a los fieles que � la participaci�n plena en ella, consciente y activa, aunque es esencialmente distinta del oficio del sacerdote ordenado, es una actuaci�n del sacerdocio com�n recibido en el Bautismo �. 112

La necesidad de que los fieles participen en la Eucarist�a y las dificultades que surgen por la escasez de sacerdotes, hacen patente la urgencia de fomentar las vocaciones sacerdotales. 113 Es tambi�n necesario recordar a toda la Iglesia en Am�rica � el lazo existente entre la Eucarist�a y la caridad �, 114 lazo que la Iglesia primitiva expresaba uniendo el �gape con la Cena eucar�stica. 115 La participaci�n en la Eucarist�a debe llevar a una acci�n caritativa m�s intensa como fruto de la gracia recibida en este sacramento.

Los Obispos, promotores de comuni�n

36. La comuni�n en la Iglesia, precisamente porque es un signo de vida, debe crecer continuamente. En consecuencia, los Obispos, recordando que � son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares�, 116 deben sentirse llamados a promover la comuni�n en su propia di�cesis para que sea m�s eficaz el esfuerzo por la nueva evangelizaci�n de Am�rica. El esfuerzo comunitario se ve facilitado por los organismos previstos por el Concilio Vaticano II como apoyo de la actividad del Obispo diocesano, los cuales han sido definidos m�s detalladamente por la legislaci�n postconciliar. 117 � Corresponde al Obispo, con la cooperaci�n de los sacerdotes, los di�conos, los consagrados y los laicos [...] realizar un plan de acci�n pastoral de conjunto, que sea org�nico y participativo, que llegue a todos los miembros de la Iglesia y suscite su conciencia misionera �. 118

Cada Ordinario debe promover en los sacerdotes y fieles la conciencia de que la di�cesis es la expresi�n visible de la comuni�n eclesial, que se forma en la mesa de la Palabra y de la Eucarist�a en torno al Obispo, unido con el Colegio episcopal y bajo su Cabeza, el Romano Pont�fice. Ella en cuanto Iglesia particular tiene la misi�n de empezar y fomentar el encuentro de todos los miembros del pueblo de Dios con Jesucristo, 119 en el respeto y promoci�n de la pluralidad y de la diversidad que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren el car�cter de comuni�n. 120 Un conocimiento m�s profundo de lo que es la Iglesia particular favorecer� ciertamente el esp�ritu de participaci�n y corresponsabilidad en la vida de los organismos diocesanos. 121

Una comuni�n m�s intensa entre las Iglesias particulares

37. La Asamblea especial para Am�rica del S�nodo de los Obispos, la primera en la historia que ha reunido a Obispos de todo el Continente, ha sido percibida por todos como una gracia especial del Se�or a la Iglesia que peregrina en Am�rica. Esta Asamblea ha reforzado la comuni�n que debe existir entre las Comunidades eclesiales del Continente, haciendo ver a todos la necesidad de incrementarla ulteriormente. Las experiencias de comuni�n episcopal, frecuentes sobre todo despu�s del Concilio Vaticano II por la consolidaci�n y difusi�n de las Conferencias Episcopales, deben entenderse como encuentros con Cristo vivo, presente en los hermanos que est�n reunidos en su nombre (cf. Mt 18, 20).

La experiencia sinodal ha ense�ado tambi�n las riquezas de una comuni�n que se extiende m�s all� de los l�mites de cada Conferencia Episcopal. Aunque ya existen formas de di�logo que superan tales confines, los Padres sinodales sugieren la conveniencia de fortalecer las reuniones interamericanas, promovidas ya por las Conferencias Episcopales de las diversas Naciones americanas, como expresi�n de solidaridad efectiva y lugar de encuentro y de estudio de los desaf�os comunes para la evangelizaci�n de Am�rica. 122 Ser� igualmente oportuno definir con exactitud el car�cter de tales encuentros, de modo que lleguen a ser, cada vez m�s, expresi�n de comuni�n entre todos los Pastores. Aparte de estas reuniones m�s amplias, puede ser �til, cuando las circunstancias lo requieran, crear comisiones espec�ficas para profundizar los temas comunes que afectan a toda Am�rica. Campos en los que parece especialmente necesario � que se d� un impulso a la cooperaci�n, son las comunicaciones pastorales mutuas, la cooperaci�n misional, la educaci�n, las migraciones, el ecumenismo �. 123

Los Obispos, que tienen el deber de impulsar la comuni�n entre las Iglesias particulares, alentar�n a los fieles a vivir m�s intensamente la dimensi�n comunitaria, asumiendo � la responsabilidad de desarrollar los lazos de comuni�n con las Iglesias locales en otras partes de Am�rica por la educaci�n, la mutua comunicaci�n, la uni�n fraterna entre parroquias y di�cesis, planes de cooperaci�n, y defensas unidas en temas de mayor importancia, sobre todo los que afectan a los pobres �. 124

continuaci�n


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