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FIDES ET RATIO
Enc�clica de Juan Pablo II sobre las Relaciones entre Fe y Raz�n.
14 de Septiembre de 1998 (Exaltaci�n de la Cruz).

ATENCION:
Para facilitar la recepci�n de estas p�ginas, hemos dividido el documento en tres p�ginas:

PAGINA I (ES ESTA PAGINA) 
PAGINA II
PAGINA III

Ver Tambi�m: Algunos puntos importantes de la enc�clica   Comentario del Cardenal Ratzinger


 

Introducci�n: �Con�cete a ti mismo� (1-6)

CAP�TULO I
"La Revelaci�n de la sabidur�a de Dios"

Jes�s revela al Padre (7-12)
La raz�n ante el misterio (13-15) 

CAP�TULO II
�La sabidur�a todo lo sabe y entiende� (16-20)
�Adquiere la sabidur�a, adquiere la inteligencia� (21-23)

CAP�TULO III
Caminando en busca de la verdad (24-27)
Diversas facetas de la verdad en el hombre (28-35)

CAP�TULO IV
RELACION ENTRE LA FE Y LA RAZ�N
Etapas m�s significativas del encuentro entre la fe y la raz�n (36-42)
Novedad perenne del pensamiento de santo Tom�s de Aquino (43-44)
El drama de la separaci�n entre fe y raz�n (45-48)

CAP�TULO V
INTERVENCIONES DEL MAGISTERIO EN CUESTIONES FILOS�FICAS
El discernimiento del Magisterio como diacon�a de verdad (49-56)
El inter�s de la Iglesia por la filosof�a (67-63)

CAP�TULO VI
INTERACCION ENTRE TEOLOG�A Y FILOSOF�A
La ciencia de la fe y las exigencias de la raz�n filos�fica (64-74)
Diferentes estados de la filosof�a (75-79)

CAP�TULO VII
EXIGENCIAS Y COMETIDOS ACTUALES
Exigencias irrenunciables de la palabra de Dios (80-91)
Contenidos actuales de la teolog�a (92-99)

CONCLUSI�N (100-108)
NOTAS AL PIE DE P�GINA

Venerables Hermanos en el Episcopado, salud y Bendici�n Apost�lica

La fe y la raz�n (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el esp�ritu humano se eleva hacia la contemplaci�n de la verdad. Dios ha puesto en el coraz�n del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a �l para que, conoci�ndolo y am�ndolo, pueda alcanzar tambi�n la plena verdad sobre s� mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).

INTRODUCCI�N

�CON�CETE A TI MISMO�

1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado —no pod�a ser de otro modo— dentro del horizonte de la autoconciencia personal: al hombre cuanto m�s conoce la realidad y el mundo y m�s se conoce a s� mismo en su unicidad, le resulta m�s urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortaci�n Con�cete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla m�nima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creaci�n, calific�ndose como �hombre� precisamente en cuanto �conocedor de s� mismo�.

Por lo dem�s, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad c�mo en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: �qui�n soy? �de d�nde vengo y a d�nde voy? �por qu� existe el mal? �qu� hay despu�s de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen tambi�n en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio y Lao-Tze y en la predicaci�n de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eur�pides y S�focles, as� como en los tratados filos�ficos de Plat�n y Arist�teles. Son preguntas que tienen su origen com�n en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el coraz�n del hombre: de la respuesta que se d� a tales preguntas, en efecto, depende la orientaci�n que se d� a la existencia.

2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de b�squeda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad �ltima sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es �el camino, la verdad y la vida� (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diacon�a de la verdad. (1) Por una parte, esta misi�n hace a la comunidad creyente part�cipe del esfuerzo com�n que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; (2) y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es s�lo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestar� en la revelaci�n �ltima de Dios: �Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conocer� como soy conocido� (1 Co 13, 12).

3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez m�s humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosof�a, que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: �sta, en efecto, se configura como una de las tareas m�s nobles de la humanidad. El t�rmino filosof�a seg�n la etimolog�a griega significa �amor a la sabidur�a�. De hecho, la filosof�a naci� y se desarroll� desde el momento en que el hombre empez� a interrogarse sobre el porqu� de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el porqu� de las cosas es inherente a su raz�n, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone de manifiesto la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.

La gran incidencia que la filosof�a ha tenido en la formaci�n y en el desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia tambi�n en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabidur�a originaria y aut�ctona que, como aut�ntica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filos�ficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma b�sica del saber filos�fico, presente hasta nuestros d�as, es verificable incluso en los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la vida social.

4. De todos modos, se ha de destacar que detr�s de cada t�rmino se esconden significados diversos. Por tanto, es necesaria una explicitaci�n preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad �ltima sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realizaci�n de s� mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en �l por la contemplaci�n de la creaci�n: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relaci�n con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aqu� arranca el camino que lo llevar� al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caer�a en la repetitividad y, poco a poco, ser�a incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a trav�s de la actividad filos�fica, una forma de pensamiento riguroso y a construir as�, con la coherencia l�gica de las afirmaciones y el car�cter org�nico de los contenidos, un saber sistem�tico. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas �pocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboraci�n de verdaderos sistemas de pensamiento. Hist�ricamente esto ha provocado a menudo la tentaci�n de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filos�fico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta �soberbia filos�fica� que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema filos�fico, siempre con respeto de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filos�fico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.

En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un n�cleo de conocimientos filos�ficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Pi�nsese, por ejemplo, en los principios de no contradicci�n, de finalidad, de causalidad, como tambi�n en la concepci�n de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; pi�nsese, adem�s, en algunas normas morales fundamentales que son com�nmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontr�semos ante una filosof�a impl�cita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma gen�rica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deber�an ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filos�ficas. Cuando la raz�n logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden l�gico y deontol�gico, entonces puede considerarse una raz�n recta o, como la llamaban los antiguos, orth�s logos, recta ratio.

5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la raz�n por alcanzar los objetivos que hagan cada vez m�s digna la existencia personal. Ella ve en la filosof�a el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosof�a como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos a�n no la conocen.

Teniendo en cuenta iniciativas an�logas de mis Predecesores, deseo yo tambi�n dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la raz�n. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la b�squeda de la verdad �ltima parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosof�a moderna tiene el gran m�rito de haber concentrado su atenci�n en el hombre. A partir de aqu�, una raz�n llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez m�s y m�s profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos �mbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropolog�a, la l�gica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje... , de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la raz�n misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que �ste est� tambi�n llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condici�n de persona acaba por ser valorada con criterios pragm�ticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento err�neo de que todo debe ser dominado por la t�cnica. As� ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, la raz�n, bajo el peso de tanto saber, se ha doblegado sobre s� misma haci�ndose, d�a tras d�a, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosof�a moderna, dejando de orientar su investigaci�n sobre el ser, ha concentrado la propia b�squeda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus l�mites y condicionamientos.

Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigaci�n filos�fica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La leg�tima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente v�lidas. Este es uno de los s�ntomas m�s difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevenci�n ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su car�cter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre s�. En esta perspectiva, todo se reduce a opini�n. Se tiene la impresi�n de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexi�n filos�fica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez m�s cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermen�uticas o ling��sticas que prescinden de la cuesti�n radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia, han surgido en el hombre contempor�neo, y no s�lo entre algunos fil�sofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento �ltimo de la vida humana, personal y social. Ha deca�do, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosof�a respuestas definitivas a tales preguntas.

6. La Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la Revelaci�n de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misi�n de anunciar �abiertamente la verdad� (2 Co 4, 2), como tambi�n a los te�logos y fil�sofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la v�a que conduce a la verdadera sabidur�a, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual.

Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicci�n que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son �testigos de la verdad divina y cat�lica�. (3) Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contempor�neo la aut�ntica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosof�a un est�mulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad.

Hay tambi�n otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Enc�clica Veritatis splendor he llamado la atenci�n sobre �algunas verdades fundamentales de la doctrina cat�lica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas�. (4) Con la presente Enc�clica deseo continuar aquella reflexi�n centrando la atenci�n sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relaci�n con la fe. No se puede negar, en efecto, que este per�odo de r�pidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensaci�n de que se ven privadas de aut�nticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se est� obligado a constatar el car�cter parcial de propuestas que elevan lo ef�mero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el l�mite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende tambi�n del hecho de que, a veces, quien por vocaci�n estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia especulaci�n, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el �xito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigaci�n paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosof�a, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la b�squeda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocaci�n originaria. Por eso he sentido no s�lo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez m�s clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvaci�n en el cual est� inmersa su historia.

CAP�TULO I

LA REVELACI�N DE LA SABIDUR�A DE DIOS

Jes�s revela al Padre

7. En la base de toda la reflexi�n que la Iglesia lleva a cabo est� la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulaci�n, aunque fuese la m�s alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, �nico en su g�nero, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. �Quiso Dios, con su bondad y sabidur�a, revelarse a s� mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Esp�ritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina�. (5) �sta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de �l culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.

8. Tomando casi al pie de la letra las ense�anzas de la Constituci�n Dei Filius del Concilio Vaticano I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la Constituci�n Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino de la inteligencia de la fe, reflexionando sobre la Revelaci�n a la luz de las ense�anzas b�blicas y de toda la tradici�n patr�stica. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres hab�an puesto de relieve el car�cter sobrenatural de la revelaci�n de Dios. La cr�tica racionalista, que en aquel per�odo atacaba la fe sobre la base de tesis err�neas y muy difundidas, consist�a en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de la raz�n. Este hecho oblig� al Concilio a sostener con fuerza que, adem�s del conocimiento propio de la raz�n humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta porque Dios ni enga�a ni quiere enga�ar. (6)

9. El Concilio Vaticano I ense�a, pues, que la verdad alcanzada a trav�s de la reflexi�n filos�fica y la verdad que proviene de la Revelaci�n no se confunden, ni una hace superflua la otra: �Hay un doble orden de conocimiento, distinto no s�lo por su principio, sino tambi�n por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por raz�n natural, y en otro por fe divina; por su objeto tambi�n porque, aparte de aquellas cosas que la raz�n natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, de no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia�. (7) La fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento filos�fico. �ste, en efecto, se apoya sobre la percepci�n de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosof�a y las ciencias tienen su puesto en el orden de la raz�n natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Esp�ritu, reconoce en el mensaje de la salvaci�n la �plenitud de gracia y de verdad� (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32).

10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jes�s revelador, han ilustrado el car�cter salv�fico de la revelaci�n de Dios en la historia y han expresado su naturaleza del modo siguiente: �En esta revelaci�n, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compa��a. El plan de la revelaci�n se realiza por obras y palabras intr�nsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvaci�n manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvaci�n del hombre que transmite dicha revelaci�n resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelaci�n�. (8)

11. La revelaci�n de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, m�s a�n, la encarnaci�n de Jesucristo, tiene lugar en la �plenitud de los tiempos� (Ga 4, 4). A dos mil a�os de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que �en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental�. (9) En �l tiene lugar toda la obra de la creaci�n y de la salvaci�n y, sobre todo, destaca el hecho de que con la encarnaci�n del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que ser� la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).

La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre s� mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jes�s de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constituci�n Dei Verbum: �Dios habl� a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. "Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo" (Hb 1, 1-2). Pues envi� a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, "hombre enviado a los hombres", habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvaci�n que el Padre le encarg� (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); �l, con su presencia y manifestaci�n, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrecci�n, con el env�o del Esp�ritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelaci�n�. (10)

La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acci�n incesante del Esp�ritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo ense�a asimismo la Constituci�n Dei Verbum cuando afirma que �la Iglesia camina a trav�s de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios�. (11)

12. As� pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acci�n de Dios en favor de la humanidad. �l se nos manifiesta en lo que para nosotros es m�s familiar y f�cil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegar�amos a comprendernos.

La encarnaci�n del Hijo de Dios permite ver realizada la s�ntesis definitiva que la mente humana, partiendo de s� misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelaci�n de Cristo no puede encerrarse en un restringido �mbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente v�lida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrecci�n, �l ha dado la vida divina que el primer Ad�n hab�a rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelaci�n se ofrece al hombre la verdad �ltima sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: �Realmente, el misterio del hombre s�lo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado�, afirma la Constituci�n Gaudium et spes. (12) Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. �D�nde podr�a el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dram�ticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino en la luz que brota del misterio de la pasi�n, muerte y resurrecci�n de Cristo?

La raz�n ante el misterio

13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelaci�n est� llena de misterio. Es verdad que con toda su vida, Jes�s revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos de Dios; (13) sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el l�mite de nuestro entendimiento. S�lo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensi�n coherente.

El Concilio ense�a que �cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe�. (14) Con esta afirmaci�n breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que �l no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicaci�n interpersonal e impulsa a la raz�n a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que uno conf�a en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elecci�n fundamental, en la cual est� implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al m�ximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno. (15) En la fe, pues, la libertad no s�lo est� presente, sino que es necesaria. M�s a�n, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, �c�mo podr�a considerarse un uso aut�ntico de la libertad la negaci�n a abrirse hacia lo que permite la realizaci�n de s� mismo? La persona, al creer, lleva a cabo el acto m�s significativo de la propia existencia; en �l, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma.

Para ayudar a la raz�n, que busca la comprensi�n del misterio, est�n tambi�n los signos contenidos en la Revelaci�n. Estos sirven para profundizar m�s la b�squeda de la verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma aut�noma incluso dentro del misterio. Estos signos si por una parte dan mayor fuerza a la raz�n, porque le permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los cuales est� justamente celosa, por otra la empujan a ir m�s all� de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, est� presente una verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone.

Podemos fijarnos, en cierto modo, en el horizonte sacramental de la Revelaci�n y, en particular, en el signo eucar�stico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio. Cristo en la Eucarist�a est� verdaderamente presente y vivo, y act�a con su Esp�ritu, pero como acertadamente dec�a Santo Tom�s, �lo que no comprendes y no ves, lo atestigua una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que aparece es un signo: esconde en el misterio realidades sublimes�. (16) A este respecto escribe el fil�sofo Pascal: �Como Jesucristo permaneci� desconocido entre los hombres, del mismo modo su verdad permanece, entre las opiniones comunes, sin diferencia exterior. As� queda la Eucarist�a entre el pan com�n�. (17)

El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; s�lo lo hace m�s evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Se�or, �en la misma revelaci�n del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocaci�n�, (18) que es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios. (19)

14. La ense�anza de los dos Concilios Vaticanos abre tambi�n un verdadero horizonte de novedad para el saber filos�fico. La Revelaci�n introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino s�lo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la raz�n posee su propio espacio caracter�stico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios.

As� pues, la Revelaci�n introduce en nuestra historia una verdad universal y �ltima que induce a la mente del hombre a no pararse nunca; m�s bien la empuja a ampliar continuamente el campo del propio saber hasta que no se d� cuenta de que no ha realizado todo lo que pod�a, sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las inteligencias m�s fecundas y significativas de la historia de la humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la filosof�a como la teolog�a: San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa as�: �Dirigiendo frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces me parec�a poder alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de mi pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar, quise dejar de buscar algo que era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de m� ese pensamiento porque, ocupando mi mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera sacar alg�n provecho, entonces comenz� a presentarse con mayor importunaci�n [... ]. Pero, pobre de m�, uno de los pobres hijos de Eva, lejano de Dios, �qu� he empezado a hacer y qu� he logrado? �qu� buscaba y qu� he logrado? �a qu� aspiraba y por qu� suspiro? [... ]. Oh Se�or, t� no eres solamente aquel de quien no se puede pensar nada mayor (non solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres m�s grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [... ]. Si tu no fueses as�, se podr�a pensar alguna cosa m�s grande que t�, pero esto no puede ser�. (20)

15. La verdad de la Revelaci�n cristiana, que se manifiesta en Jes�s de Nazaret, permite a todos acoger el �misterio� de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonom�a de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aqu� la relaci�n entre libertad y verdad llega al m�ximo y se comprende en su totalidad la palabra del Se�or: �Conocer�is la verdad y la verdad os har� libres� (Jn 8, 32).

La Revelaci�n cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una l�gica tecnocr�tica; es la �ltima posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de amor iniciado con la creaci�n. El hombre deseoso de conocer lo verdadero, si a�n es capaz de mirar m�s all� de s� mismo y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe la posibilidad de recuperar la relaci�n aut�ntica con su vida, siguiendo el camino de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situaci�n: �Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni est�n fuera de tu alcance. No est�n en el cielo, para que no hayas de decir: �Qui�n subir� por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en pr�ctica? Ni est�n al otro lado del mar, para que no hayas de decir: �Qui�n ir� por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en pr�ctica? Sino que la palabra est� bien cerca de ti, est� en tu boca y en tu coraz�n para que la pongas en pr�ctica� (30, 11-14). A este texto se refiere la famosa frase del santo fil�sofo y te�logo Agust�n: �Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas�. (21)

A la luz de estas consideraciones, se impone una primera conclusi�n: la verdad que la Revelaci�n nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la raz�n. Por el contrario, �sta se presenta con la caracter�stica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como expresi�n de amor. Esta verdad revelada es anticipaci�n, en nuestra historia, de la visi�n �ltima y definitiva de Dios que est� reservada a los que creen en �l o lo buscan con coraz�n sincero. El fin �ltimo de la existencia personal, por tanto, es objeto de estudio tanto de la filosof�a como de la teolog�a. Ambas, aunque con medios y contenidos diversos, miran hacia este �sendero de la vida� (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la fe, tiene su meta �ltima en el gozo pleno y duradero de la contemplaci�n del Dios Uno y Trino.

CAP�TULO II

�La sabidur�a todo lo sabe y entiende� (Sb 9, 11)

16. La Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el v�nculo tan profundo que hay entre el conocimiento de fe y el de la raz�n. Lo atestiguan sobre todo los Libros sapienciales. Lo que llama la atenci�n en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas p�ginas de la Escritura, es el hecho de que en estos textos se contiene no solamente la fe de Israel, sino tambi�n la riqueza de civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi por un designio particular, Egipto y Mesopotamia hacen o�r de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del antiguo Oriente reviven en estas p�ginas ricas de intuiciones muy profundas.

No es casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio, lo presente como el que ama y busca la verdad: �Feliz el hombre que se ejercita en la sabidur�a, y que en su inteligencia reflexiona, que medita sus caminos en su coraz�n, y sus secretos considera. Sale en su busca como el que sigue su rastro, y en sus caminos se pone al acecho. Se asoma a sus ventanas y a sus puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava la clavija en sus muros. Monta su tienda junto a ella, y se alberga en su albergue dichoso. Pone sus hijos a su abrigo y bajo sus ramas se cobija. Por ella es protegido del calor y en su gloria se alberga� (Si 14, 20-27).

Como se puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es una caracter�stica com�n a todos los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes, la posibilidad de alcanzar el �agua profunda� (cf. Pr 20, 5). Es verdad que en el antiguo Israel el conocimiento del mundo y de sus fen�menos no se alcanzaba por el camino de la abstracci�n, como para el fil�sofo j�nico o el sabio egipcio. Menos a�n, el buen israelita conceb�a el conocimiento con los par�metros propios de la �poca moderna, orientada principalmente a la divisi�n del saber. Sin embargo, el mundo b�blico ha hecho desembocar en el gran mar de la teor�a del conocimiento su aportaci�n original.

�Cu�l es �sta? La peculiaridad que distingue el texto b�blico consiste en la convicci�n de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la raz�n y el de la fe. El mundo y todo lo que sucede en �l, como tambi�n la historia y las diversas vicisitudes del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de la raz�n, pero sin que la fe sea extra�a en este proceso. �sta no interviene para menospreciar la autonom�a de la raz�n o para limitar su espacio de acci�n, sino s�lo para hacer comprender al hombre que el Dios de Israel se hace visible y act�a en estos acontecimientos. As� mismo, conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que act�a en ellos. La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia. Una expresi�n del libro de los Proverbios es significativa a este respecto: �El coraz�n del hombre medita su camino, pero es el Se�or quien asegura sus pasos� (16, 9). Es decir, el hombre con la luz de la raz�n sabe reconocer su camino, pero lo puede recorrer de forma libre, sin obst�culos y hasta el final, si con �nimo sincero fija su b�squeda en el horizonte de la fe. La raz�n y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocerse de modo adecuado a s� mismo, al mundo y a Dios.

17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la raz�n y la fe: una est� dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realizaci�n. El libro de los Proverbios nos sigue orientando en esta direcci�n al exclamar: �Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla� (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran as� en una relaci�n �nica. En Dios est� el origen de cada cosa, en �l se encuentra la plenitud del misterio, y �sta es su gloria; al hombre le corresponde la misi�n de investigar con su raz�n la verdad, y en esto consiste su grandeza. El Salmista pone una ulterior tesela a este mosaico cuando ora diciendo: �Mas para m�, �qu� arduos son tus pensamientos, oh Dios, qu� incontable su suma! �Son m�s, si los recuento, que la arena, y al terminar, todav�a estoy contigo!� (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el coraz�n del hombre, incluso desde la experiencia de su l�mite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que est� m�s all�, porque intuye que en ella est� guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta a�n no resuelta.

18. Podemos decir, pues, que Israel con su reflexi�n ha sabido abrir a la raz�n el camino hacia el misterio. En la revelaci�n de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la raz�n pretend�a alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma m�s profunda de conocimiento, el pueblo elegido ha entendido que la raz�n debe respetar algunas reglas de fondo para expresar mejor su propia naturaleza. Una primera regla consiste en tener en cuenta el hecho de que el conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso; la segunda nace de la conciencia de que dicho camino no se puede recorrer con el orgullo de quien piensa que todo es fruto de una conquista personal; una tercera se funda en el �temor de Dios�, del cual la raz�n debe reconocer a la vez su trascendencia soberana y su amor providente en el gobierno del mundo.

Cuando se aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse en la situaci�n del �necio�. Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se enga�a pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: �Dios no existe� (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que est� de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino.

19. El libro de la Sabidur�a tiene algunos textos importantes que aportan m�s luz a este tema. En ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer tambi�n por medio de la naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales coincid�a en gran parte con el saber filos�fico. Despu�s de haber afirmado que con su inteligencia el hombre est� en condiciones �de conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos [... ], los ciclos del a�o y la posici�n de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras� (Sb 7, 17.19-20), en una palabra, que es capaz de filosofar, el texto sagrado da un paso m�s de gran importancia. Recuperando el pensamiento de la filosof�a griega, a la cual parece referirse en este contexto, el autor afirma que, precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: �de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analog�a, a contemplar a su Autor� (Sb 13, 5). Se reconoce as� un primer paso de la Revelaci�n divina, constituido por el maravilloso �libro de la naturaleza�, con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la raz�n humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado.

20. En esta perspectiva la raz�n es valorada, pero no sobrevalorada. En efecto, lo que ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido se sit�a en un horizonte m�s amplio, que es el de la fe: �Del Se�or dependen los pasos del hombre: �c�mo puede el hombre conocer su camino?� (Pr 20, 24). Para el Antiguo Testamento, pues, la fe libera la raz�n en cuanto le permite alcanzar coherentemente su objeto de conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el cual todo adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la raz�n alcanza la verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido profundo de cada cosa y, en particular, de la propia existencia. Por tanto, con raz�n, el autor sagrado fundamenta el verdadero conocimiento precisamente en el temor de Dios: �El temor del Se�or es el principio de la sabidur�a� (Pr 1, 7; cf. Si 1, 14).

�Adquiere la sabidur�a, adquiere la inteligencia� (Pr 4, 5)

21. Para el Antiguo Testamento el conocimiento no se fundamenta solamente en una observaci�n atenta del hombre, del mundo y de la historia, sino que supone tambi�n una indispensable relaci�n con la fe y con los contenidos de la Revelaci�n. En esto consisten los desaf�os que el pueblo elegido ha tenido que afrontar y a los cuales ha dado respuesta. Reflexionando sobre esta condici�n, el hombre b�blico ha descubierto que no puede comprenderse sino como �ser en relaci�n�: consigo mismo, con el pueblo, con el mundo y con Dios. Esta apertura al misterio, que le viene de la Revelaci�n, ha sido al final para �l la fuente de un verdadero conocimiento, que ha permitido a su raz�n entrar en el �mbito de lo infinito, recibiendo as� posibilidades de compresi�n hasta entonces insospechadas.

Para el autor sagrado el esfuerzo de la b�squeda no estaba exento de la dificultad que supone enfrentarse con los l�mites de la raz�n. Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las que el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios (cf. 30, 1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un �explorador� (cf. Qo 1, 13), cuya misi�n es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoy�ndose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero.

22. San Pablo, en el primer cap�tulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar mejor lo incisiva que es la reflexi�n de los Libros Sapienciales. Desarrollando una argumentaci�n filos�fica con lenguaje popular, el Ap�stol expresa una profunda verdad: a trav�s de la creaci�n los �ojos de la mente� pueden llegar a conocer a Dios. En efecto, mediante las criaturas �l hace que la raz�n intuya su �potencia� y su �divinidad� (cf. Rm 1, 20). As� pues, se reconoce a la raz�n del hombre una capacidad que parece superar casi sus mismos l�mites naturales: no s�lo no est� limitada al conocimiento sensorial, dado que puede reflexionar cr�ticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que da lugar a toda realidad sensible. Con terminolog�a filos�fica podr�amos decir que en este importante texto paulino se afirma la capacidad metaf�sica del hombre.

Seg�n el Ap�stol, en el proyecto originario de la creaci�n, la raz�n ten�a la capacidad de superar f�cilmente el dato sensible para alcanzar el origen mismo de todo: el Creador. Debido a la desobediencia con la cual el hombre eligi� situarse en plena y absoluta autonom�a respecto a Aquel que lo hab�a creado, qued� mermada esta facilidad de acceso a Dios creador.

El Libro del G�nesis describe de modo pl�stico esta condici�n del hombre cuando narra que Dios lo puso en el jard�n del Ed�n, en cuyo centro estaba situado el ��rbol de la ciencia del bien y del mal� (2, 17). El s�mbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por s� mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que deb�a remitirse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y aut�nomos, y que pod�an prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la raz�n heridas que a partir de entonces obstaculizar�an el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer la verdad qued� ofuscada por la aversi�n hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Ap�stol sigue mostrando c�mo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron �vanos� y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22). Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la raz�n se ha quedado prisionera de s� misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvaci�n que ha redimido a la raz�n de su debilidad, libr�ndola de los cepos en los que ella misma se hab�a encadenado.

23. La relaci�n del cristiano con la filosof�a, pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale con mucha claridad: la contraposici�n entre �la sabidur�a de este mundo� y la de Dios revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabidur�a revelada rompe nuestros esquemas habituales de reflexi�n, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.

El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento hist�rico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificaci�n suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desaf�a toda filosof�a, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura l�gica humana est� destinado al fracaso. ��D�nde est� el sabio? �D�nde el docto? �D�nde el sofista de este mundo? �Acaso no entonteci� Dios la sabidur�a del mundo?� (1 Co 1, 20), se pregunta con �nfasis el Ap�stol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabidur�a del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: �Ha escogido Dios m�s bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [... ]. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es� (1 Co 1, 27-28). La sabidur�a del hombre reh�sa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: �pues, cuando estoy d�bil, entonces es cuando soy fuerte� (2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender c�mo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvaci�n precisamente lo que la raz�n considera �locura� y �esc�ndalo�. Usando el lenguaje de los fil�sofos contempor�neos suyos, Pablo alcanza el culmen de su ense�anza y de la paradoja que quiere expresar: �Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las cosas que son� (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz de Cristo, el Ap�stol no tiene miedo de usar el lenguaje m�s radical que los fil�sofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La raz�n no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que �sta puede dar a la raz�n la respuesta �ltima que busca. No es la sabidur�a de las palabras, sino la Palabra de la Sabidur�a lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvaci�n.

La sabidur�a de la Cruz, pues, supera todo l�mite cultural que se le quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. �Qu� desaf�o m�s grande se le presenta a nuestra raz�n y qu� provecho obtiene si no se rinde! La filosof�a, que por s� misma es capaz de reconocer el incesante trascenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la �locura� de la Cruz la aut�ntica cr�tica de los que creen poseer la verdad, aprision�ndola entre los recovecos de su sistema. La relaci�n entre fe y filosof�a encuentra en la predicaci�n de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el oc�ano sin l�mites de la verdad. Aqu� se evidencia la frontera entre la raz�n y la fe, pero se aclara tambi�n el espacio en el cual ambas pueden encontrarse.

CAP�TULO III

Caminando en busca de la verdad

24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Ap�stoles que, en sus viajes misioneros, Pablo lleg� a Atenas. La ciudad de los fil�sofos estaba llena de estatuas que representaban diversos �dolos. Le llam� la atenci�n un altar y aprovech� enseguida la oportunidad para ofrecer una base com�n sobre la cual iniciar el anuncio del kerigma: �Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los m�s respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado tambi�n un altar en el que estaba grabada esta inscripci�n: "Al Dios desconocido". Pues bien, lo que ador�is sin conocer, eso os vengo yo a anunciar� (Hch 17, 22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios como creador, como Aqu�l que trasciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Contin�a despu�s su discurso de este modo: �El cre�, de un s�lo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los l�mites del lugar donde hab�an de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por m�s que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros� (Hch 17, 26-27).

El Ap�stol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo m�s profundo del coraz�n del hombre est� el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con �nfasis tambi�n la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen, nos hace decir: �Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti�. (22) Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la raz�n de elevarse por encima de lo contingente para ir hacia lo infinito.

De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este deseo �ntimo. La literatura, la m�sica, la pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a trav�s de los cuales puede manifestar su af�n de b�squeda. La filosof�a ha asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus medios y seg�n sus propias modalidades cient�ficas, este deseo universal del hombre.

25. �Todos los hombres desean saber� (23) y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cu�n interesado est� cada uno en descubrir, m�s all� de lo conocido de o�das, c�mo est�n verdaderamente las cosas. El hombre es el �nico ser en toda la creaci�n visible que no s�lo es capaz de saber, sino que sabe tambi�n que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lecci�n de san Agust�n cuando escribe: �He encontrado muchos que quer�an enga�ar, pero ninguno que quisiera dejarse enga�ar�. (24) Con raz�n se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, form�ndose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los �ltimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un aut�ntico progreso de toda la humanidad.

No menos importante que la investigaci�n en el �mbito te�rico es la que se lleva a cabo en el �mbito pr�ctico: quiero aludir a la b�squeda de la verdad en relaci�n con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar �tico la persona actuando seg�n su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfecci�n. Tambi�n en este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta convicci�n en la Enc�clica Veritatis splendor: �No existe moral sin libertad [... ]. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de b�squeda de la verdad, existe a�n antes la obligaci�n moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida�. (25)

Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre no encuentra esta verdad de los valores encerr�ndose en s� mismo, sino abri�ndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo trascienden. �sta es una condici�n necesaria para que cada uno llegue a ser �l mismo y crezca como persona adulta y madura.

26. La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: �tiene sentido la vida? �hacia d�nde se dirige? A primera vista, la existencia personal podr�a presentarse como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los fil�sofos del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la vida. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la raz�n parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dram�tica como la pregunta sobre el sentido. (26) A esto se debe a�adir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, adem�s del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato desconcertante se impone la b�squeda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere —y debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte ser� el t�rmino definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le est� permitido esperar una vida posterior o no. Es significativo que el pensamiento filos�fico haya recibido una orientaci�n decisiva de la muerte de S�crates que lo ha marcado desde hace m�s de dos milenios. No es en absoluto casual, pues, que los fil�sofos ante el hecho de la muerte se hayan planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de la inmortalidad.

27. Nadie, ni el fil�sofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas preguntas. De la respuesta que se d� a las mismas depende una etapa decisiva de la investigaci�n: si es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por s�, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre. Adem�s de esta universalidad, sin embargo, el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su b�squeda. Algo que sea �ltimo y fundamento de todo lo dem�s. En otras palabras, busca una explicaci�n definitiva, un valor supremo, m�s all� del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores. Las hip�tesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que d� una certeza no sometida ya a la duda.

Los fil�sofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. M�s all� de los sistemas filos�ficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una propia �filosof�a�. Se trata de convicciones o experiencias personales, de tradiciones familiares o culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se conf�a en la autoridad de un maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.

28. Es necesario reconocer que no siempre la b�squeda de la verdad se presenta con esa transparencia ni de manera consecuente. El l�mite originario de la raz�n y la inconstancia del coraz�n oscurecen a menudo y desv�an la b�squeda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. M�s a�n, el hombre tambi�n la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto, �l nunca podr�a fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estar�a continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir, pues, al hombre como aqu�l que busca la verdad.

29. No se puede pensar que una b�squeda tan profundamente enraizada en la naturaleza humana es del todo in�til y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzar�a a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. S�lo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigaci�n cient�fica. Cuando un cient�fico, siguiendo una intuici�n suya, se pone a la b�squeda de la explicaci�n l�gica y verificable de un fen�meno determinado, conf�a desde el principio en que encontrar� una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera in�til la intuici�n originaria s�lo porque no ha alcanzado el objetivo; m�s bien dir� con raz�n que no ha encontrado a�n la respuesta adecuada.

Esto mismo es v�lido tambi�n para la investigaci�n de la verdad en el �mbito de las cuestiones �ltimas. La sed de verdad est� tan arrraigada en el coraz�n del hombre que tener que prescindir de ella comprometer�a la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la vida cotidiana para constatar c�mo cada uno de nosotros lleva en s� mismo la urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas. Son respuestas de cuya verdad se est� convencido, incluso porque se experimenta que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el ser humano tiene de llegar, en l�nea de m�xima, a la verdad.

30. En este momento puede ser �til hacer una r�pida referencia a estas diversas formas de verdad. Las m�s numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente. �ste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigaci�n cient�fica. En otro nivel se encuentran las verdades de car�cter filos�fico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin est�n las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus ra�ces tambi�n en la filosof�a. �stas est�n contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones �ltimas. (27)

En cuanto a las verdades filos�ficas, hay que precisar que no se limitan a las meras doctrinas, algunas veces ef�meras, de los fil�sofos de profesi�n. Cada hombre, como ya he dicho, es, en cierto modo, fil�sofo y posee concepciones filos�ficas propias con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visi�n global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su comportamiento. Es aqu� donde deber�a plantearse la pregunta sobre la relaci�n entre las verdades filos�fico-religiosas y la verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a esta cuesti�n es oportuno valorar otro dato m�s de la filosof�a.

31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse m�s tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, est� inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no s�lo el lenguaje y la formaci�n cultural, sino tambi�n muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduraci�n personal implican que estas mismas verdades pueden ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad cr�tica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean �recuperadas� sobre la base de la experiencia que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente cre�das son mucho m�s numerosas que las adquiridas mediante la constataci�n personal. En efecto, �qui�n ser�a capaz de discutir cr�ticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? �qui�n podr�a controlar por su cuenta el flujo de informaciones que d�a a d�a se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en l�nea de m�xima como verdaderas? Finalmente, �qui�n podr�a reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabidur�a y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues tambi�n aqu�l que vive de creencias.

32. Cada uno, al creer, conf�a en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensi�n significativa: por una parte el conocimiento a trav�s de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta m�s rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relaci�n interpersonal y pone en juego no s�lo las posibilidades cognoscitivas, sino tambi�n la capacidad m�s radical de confiar en otras personas, entrando as� en una relaci�n m�s estable e �ntima con ellas.

Se ha de destacar que las verdades buscadas en esta relaci�n interpersonal no pertenecen primariamente al orden f�ctico o filos�fico. Lo que se pretende, m�s que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la perfecci�n del hombre no est� en la mera adquisici�n del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste tambi�n en una relaci�n viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, est� en relaci�n con la verdad: el hombre, creyendo, conf�a en la verdad que el otro le manifiesta.

�Cu�ntos ejemplos se podr�an poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el testimonio de los m�rtires. El m�rtir, en efecto, es el testigo m�s aut�ntico de la verdad sobre la existencia. �l sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podr� arrebatarle jam�s esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo har�n apartar de la adhesi�n a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los m�rtires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros d�as. �sta es la raz�n por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, puesto que habla a cada uno de lo que �l ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el m�rtir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que tambi�n quisi�ramos tener la fuerza de expresar.

33. Se puede ver as� que los t�rminos del problema van complet�ndose progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta b�squeda no est� destinada s�lo a la conquista de verdades parciales, factuales o cient�ficas; no busca s�lo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su b�squeda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una b�squeda que no puede encontrar soluci�n si no es en el absoluto. (28) Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no s�lo por v�a racional, sino tambi�n mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opci�n de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropol�gicamente m�s significativos y expresivos.

No se ha de olvidar que tambi�n la raz�n necesita ser sostenida en su b�squeda por un di�logo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigaci�n especulativa, olvida la ense�anza de los fil�sofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos m�s adecuados para el buen filosofar.

De todo lo que he dicho hasta aqu� resulta que el hombre se encuentra en un camino de b�squeda, humanamente interminable: b�squeda de verdad y b�squeda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreci�ndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta b�squeda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. As�, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada �ltima dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.

34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no est� en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. M�s bien los dos �rdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la raz�n humana, expresado en el principio de no contradicci�n. La Revelaci�n da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es tambi�n el Dios de la historia de la salvaci�n. El mismo e id�ntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los cient�ficos confiados, (29) es el mismo que se revela como Padre de nuestro Se�or Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificaci�n viva y personal en Cristo, como nos recuerda el Ap�stol: �Hab�is sido ense�ados conforme a la verdad de Jes�s� (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). �l es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona (30) revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18). Lo que la raz�n humana busca �sin conocerlo� (Hch 17, 23), puede ser encontrado s�lo por medio de Cristo: lo que en �l se revela, en efecto, es la �plena verdad� (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en �l y por �l ha sido creado y despu�s encuentra en �l su plenitud (cf. Col 1, 17).

35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo m�s directo la relaci�n entre la verdad revelada y la filosof�a. Esta relaci�n impone una doble consideraci�n, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelaci�n es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la raz�n. S�lo en esta doble acepci�n, en efecto, es posible precisar la justa relaci�n de la verdad revelada con el saber filos�fico. Consideramos, por tanto, en primer lugar la relaci�n entre la fe y la filosof�a en el curso de la historia. Desde aqu� ser� posible indicar algunos principios, que constituyen los puntos de referencia en los que basarse para establecer la correcta relaci�n entre los dos �rdenes de conocimiento.

CAP�TULO IV

Etapas m�s significativas en el encuentro entre la fe y la raz�n

36. Seg�n el testimonio de los Hechos de los Ap�stoles, el anuncio cristiano tuvo que confrontarse desde el inicio con las corrientes filos�ficas de la �poca. El mismo libro narra la discusi�n que san Pablo tuvo en Atenas con �algunos fil�sofos epic�reos y estoicos� (17, 18). El an�lisis exeg�tico del discurso en el Are�pago ha puesto de relieve repetidas alusiones a convicciones populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente esto no era casual. Los primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no pod�an referirse s�lo a �Mois�s y los profetas�; deb�an tambi�n apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre (cf. Rm 1, 19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento natural hab�a degenerado en idolatr�a en la religi�n pagana (cf. Rm 1, 21-32), el Ap�stol considera m�s oportuno relacionar su argumentaci�n con el pensamiento de los fil�sofos, que desde siempre hab�an opuesto a los mitos y a los cultos mist�ricos conceptos m�s respetuosos de la trascendencia divina.

En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los fil�sofos del pensamiento cl�sico fue purificar de formas mitol�gicas la concepci�n que los hombres ten�an de Dios. Como sabemos, tambi�n la religi�n griega, al igual que gran parte de las religiones c�smicas, era polite�sta, llegando incluso a divinizar objetos y fen�menos de la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de los dioses y, en ellos, del universo encontraron su primera expresi�n en la poes�a. Las teogon�as permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta b�squeda del hombre. Fue tarea de los padres de la filosof�a mostrar el v�nculo entre la raz�n y la religi�n. Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se inici� as� un camino que, abandonando las tradiciones antiguas particulares, se abr�a a un proceso m�s conforme a las exigencias de la raz�n universal. El objetivo que dicho proceso buscaba era la conciencia cr�tica de aquello en lo que se cre�a. El concepto de la divinidad fue el primero que se benefici� de este camino. Las supersticiones fueron reconocidas como tales y la religi�n se purific�, al menos en parte, mediante el an�lisis racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia comenzaron un di�logo fecundo con los fil�sofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la comprensi�n del Dios de Jesucristo.

37. Al referirme a este movimiento de acercamiento de los cristianos a la filosof�a, es obligado recordar tambi�n la actitud de cautela que suscitaban en ellos otros elementos del mundo cultural pagano, como por ejemplo la gnosis. La filosof�a, en cuanto sabidur�a pr�ctica y escuela de vida, pod�a ser confundida f�cilmente con un conocimiento de tipo superior, esot�rico, reservado a unos pocos perfectos. En este tipo de especulaciones esot�ricas piensa sin duda san Pablo cuando pone en guardia a los Colosenses: �Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosof�a, fundada en tradiciones humanas, seg�n los elementos del mundo y no seg�n Cristo� (2, 8). �Qu� actuales son las palabras del Ap�stol si las referimos a las diversas formas de esoterismo que se difunden hoy incluso entre algunos creyentes, carentes del debido sentido cr�tico! Siguiendo las huellas de san Pablo, otros escritores de los primeros siglos, en particular san Ireneo y Tertuliano, manifiestan a su vez ciertas reservas frente a una visi�n cultural que pretend�a subordinar la verdad de la Revelaci�n a las interpretaciones de los fil�sofos.

38. El encuentro del cristianismo con la filosof�a no fue pues inmediato ni f�cil. La pr�ctica de la filosof�a y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos m�s un inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y m�s urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversi�n del coraz�n y a la petici�n del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la comprensi�n de la fe y sus motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e infundada la cr�tica de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente �iletrada y ruda�. (31) La explicaci�n de su desinter�s inicial hay que buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro con el Evangelio ofrec�a una respuesta tan satisfactoria a la cuesti�n, hasta entonces no resuelta, sobre el sentido de la vida, que el seguimiento de los fil�sofos les parec�a como algo lejano y, en ciertos aspectos, superado.

Esto resulta hoy a�n m�s claro si se piensa en la aportaci�n del cristianismo que afirma el derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el cristianismo hab�a anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta concepci�n se aplicaba al tema de la verdad. Quedaba completamente superado el car�cter elitista que su b�squeda ten�a entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben poder recorrer este camino. Las v�as para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salv�fico, cualquiera de estas v�as puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelaci�n de Jesucristo.

Un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filos�fico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento, fue san Justino, quien, conservando despu�s de la conversi�n una gran estima por la filosof�a griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo hab�a encontrado �la �nica filosof�a segura y provechosa�. (32) De modo parecido, Clemente de Alejandr�a llamaba al Evangelio �la verdadera filosof�a�, (33) e interpretaba la filosof�a en analog�a con la ley mosaica como una instrucci�n proped�utica a la fe cristiana (34) y una preparaci�n para el Evangelio. (35) Puesto que �esta es la sabidur�a que desea la filosof�a; la rectitud del alma, la de la raz�n y la pureza de la vida. La filosof�a est� en una actitud de amor ardoroso a la sabidur�a y no perdona esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se llaman fil�sofos los que aman la sabidur�a del Creador y Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo de Dios�. (36) La filosof�a griega, para este autor, no tiene como primer objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su cometido es, m�s bien, la defensa de la fe: �La ense�anza del Salvador es perfecta y nada le falta, por que es fuerza y sabidur�a de Dios; en cambio, la filosof�a griega con su tributo no hace m�s s�lida la verdad; pero haciendo impotente el ataque de la sof�stica e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es con propiedad empalizada y muro de la vi�a�. (37)

39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepci�n cr�tica del pensamiento filos�fico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Or�genes. Contra los ataques lanzados por el fil�sofo Celso, Or�genes asume la filosof�a plat�nica para argumentar y responderle. Refiri�ndose a no pocos elementos del pensamiento plat�nico, comienza a elaborar una primera forma de teolog�a cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de teolog�a en cuanto reflexi�n racional sobre Dios estaban ligados todav�a hasta ese momento a su origen griego. En la filosof�a aristot�lica, por ejemplo, con este nombre se refer�an a la parte m�s noble y al verdadero culmen de la reflexi�n filos�fica. Sin embargo, a la luz de la Revelaci�n cristiana lo que anteriormente designaba una doctrina gen�rica sobre la divinidad adquiri� un significado del todo nuevo, en cuanto defin�a la reflexi�n que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hac�a uso de la filosof�a, pero al mismo tiempo tend�a a distinguirse claramente de ella. La historia muestra c�mo hasta el mismo pensamiento plat�nico asumido en la teolog�a sufri� profundas transformaciones, en particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinizaci�n del hombre y el origen del mal.

40. En esta obra de cristianizaci�n del pensamiento plat�nico y neoplat�nico, merecen una menci�n particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agust�n. El gran Doctor occidental hab�a tenido contactos con diversas escuelas filos�ficas, pero todas le hab�an decepcionado. Cuando se encontr� con la verdad de la fe cristiana, tuvo la fuerza de realizar aquella conversi�n radical a la que los fil�sofos frecuentados anteriormente no hab�an conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta �l mismo: �Sin embargo, desde esta �poca empec� ya a dar preferencia a la doctrina cat�lica, porque me parec�a que aqu� se mandaba con m�s modestia, y de ning�n modo falazmente, creer lo que no se demostraba —fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no hab�a sujeto capaz de ellas, fuese porque no existiesen—, que no all�, en donde se despreciaba la fe y se promet�a con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de f�bulas absurd�simas que no pod�an demostrar�. (38) A los mismos plat�nicos, a quienes mencionaba de modo privilegiado, Agust�n reprochaba que, aun habiendo conocido la meta hacia la que tender, hab�an ignorado sin embargo el camino que conduce a ella: el Verbo encarnado. (39) El Obispo de Hipona consigui� hacer la primera gran s�ntesis del pensamiento filos�fico y teol�gico en la que conflu�an las corrientes del pensamiento griego y latino. En �l adem�s la gran unidad del saber, que encontraba su fundamento en el pensamiento b�blico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del pensamiento especulativo. La s�ntesis llevada a cabo por san Agust�n ser�a durante siglos la forma m�s elevada de especulaci�n filos�fica y teol�gica que el Occidente haya conocido. Gracias a su historia personal y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de introducir en sus obras multitud de datos que, haciendo referencia a la experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes filos�ficas.

41. Varias han sido pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado en contacto con las escuelas filos�ficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido de su mensaje con los sistemas a que hac�an referencia. La pregunta de Tertuliano: ��Qu� tienen en com�n Atenas y Jerusal�n? �La Academia y la Iglesia?�, (40) es claro indicio de la conciencia cr�tica con que los pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron el problema de la relaci�n entre la fe y la filosof�a, consider�ndolo globalmente en sus aspectos positivos y en sus l�mites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque viv�an con intensidad el contenido de la fe, sab�an llegar a las formas m�s profundas de la especulaci�n. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola transposici�n de las verdades de la fe en categor�as filos�ficas. Hicieron mucho m�s. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todav�a permanec�a impl�cito y proped�utico en el pensamiento de los grandes fil�sofos antiguos. (41) Estos, como ya he dicho, hab�an mostrado c�mo la raz�n, liberada de las ataduras externas, pod�a salir del callej�n ciego de los mitos, para abrirse de forma m�s adecuada a la trascendencia. As� pues, una raz�n purificada y recta era capaz de llegar a los niveles m�s altos de la reflexi�n, dando un fundamento s�lido a la percepci�n del ser, de lo trascendente y de lo absoluto.

Justamente aqu� est� la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la raz�n abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelaci�n. El encuentro no fue s�lo entre culturas, donde tal vez una es seducida por el atractivo de otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los esp�ritus, siendo un encuentro entre la criatura y el Creador. Sobrepasando el fin mismo hacia el que inconscientemente tend�a por su naturaleza, la raz�n pudo alcanzar el bien sumo y la verdad suprema en la persona del Verbo encarnado. Ante las filosof�as, los Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las diferencias que presentaban con la Revelaci�n. Ser conscientes de las convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las diferencias.

42. En la teolog�a escol�stica el papel de la raz�n educada filos�ficamente llega a ser a�n m�s visible bajo el empuje de la interpretaci�n anselmiana del intellectus fidei. Para el santo Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con la b�squeda propia de la raz�n. En efecto, �sta no est� llamada a expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de hacerlo por no ser id�nea para ello. Su tarea, m�s bien, es saber encontrar un sentido y descubrir las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. San Anselmo acent�a el hecho de que el intelecto debe ir en b�squeda de lo que ama: cuanto m�s ama, m�s desea conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de conocimiento que se inflama cada vez m�s de amor por lo que conoce, aun debiendo admitir que no ha hecho todav�a todo lo que desear�a: �Ad te videndum factus sum; et nondum feci propter quod factus sum�. (42) El deseo de la verdad mueve, pues, a la raz�n a ir siempre m�s all�; queda incluso como abrumada al constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En este punto, sin embargo, la raz�n es capaz de descubrir d�nde est� el final de su camino: �Yo creo que basta a aquel que somete a un examen reflexivo un principio incomprensible alcanzar por el raciocinio su certidumbre inquebrantable, aunque no pueda por el pensamiento concebir el c�mo de su existencia [... ]. Ahora bien, �qu� puede haber de m�s incomprensible, de m�s inefable que lo que est� por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que hemos establecido hasta este momento sobre la esencia suprema est� apoyado con razones necesarias, aunque el esp�ritu no pueda comprenderlo, hasta el punto de explicarlo f�cilmente con palabras simples, no por eso, sin embargo, sufre quebranto la s�lida base de esta certidumbre. En efecto, si una reflexi�n precedente ha comprendido de modo racional que es incomprensible (rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse) el modo en que la suprema sabidur�a sabe lo que ha hecho [...], �qui�n puede explicar c�mo se conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada o casi nada�. (43)

Se confirma una vez m�s la armon�a fundamental del conocimiento filos�fico y el de la fe: la fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la raz�n; la raz�n, en el culmen de su b�squeda, admite como necesario lo que la fe le presenta.

Novedad perenne del pensamiento de santo Tom�s de Aquino

43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tom�s, no s�lo por el contenido de su doctrina, sino tambi�n por la relaci�n dialogal que supo establecer con el pensamiento �rabe y hebreo de su tiempo. En una �poca en la que los pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosof�a antigua, y m�s concretamente aristot�lica, tuvo el gran m�rito de destacar la armon�a que existe entre la raz�n y la fe. Argumentaba que la luz de la raz�n y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre s�. (44)

M�s radicalmente, Tom�s reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosof�a, puede contribuir a la comprensi�n de la revelaci�n divina. La fe, por tanto, no teme la raz�n, sino que la busca y conf�a en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, (45) as� la fe supone y perfecciona la raz�n. Esta �ltima, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los l�mites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun se�alando con fuerza el car�cter sobrenatural de la fe, el Doctor Ang�lico no ha olvidado el valor de su car�cter racional, sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de alg�n modo �ejercicio del pensamiento�; la raz�n del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opci�n libre y consciente. (46)

Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tom�s como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teolog�a. En este contexto, deseo recordar lo que escribi� mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasi�n del s�ptimo centenario de la muerte del Doctor Ang�lico: �No cabe duda que santo Tom�s posey� en grado eximio audacia para la b�squeda de la verdad, libertad de esp�ritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosof�a pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosof�a. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosof�a y de la cultura universal. El punto capital y como el meollo de la soluci�n casi prof�tica a la nueva confrontaci�n entre la raz�n y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustray�ndose as� a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural�. (47)

44. Una de las grandes intuiciones de santo Tom�s es la que se refiere al papel que el Esp�ritu Santo realiza haciendo madurar en sabidur�a la ciencia humana. Desde las primeras p�ginas de su Summa Theologiae (48) el Aquinate quiere mostrar la primac�a de aquella sabidur�a que es don del Esp�ritu Santo e introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teolog�a permite comprender la peculiaridad de la sabidur�a en su estrecho v�nculo con la fe y el conocimiento de lo divino. Ella conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir de la verdad de la fe misma: �La sabidur�a, don del Esp�ritu Santo, difiere de la que es virtud intelectual adquirida. Pues �sta se adquiere con esfuerzo humano, y aqu�lla viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera difiere tambi�n de la fe, porque la fe asiente a la verdad divina por s� misma; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabidur�a�. (49)

La prioridad reconocida a esta sabidur�a no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Ang�lico la presencia de otras dos formas de sabidur�a complementarias: la filos�fica, basada en la capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus l�mites connaturales, y la teol�gica, fundamentada en la Revelaci�n y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios.

Convencido profundamente de que �omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est�, (50) santo Tom�s am� de manera desinteresada la verdad. La busc� all� donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al m�ximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en �l la pasi�n por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanz� �cotas que la inteligencia humana jam�s podr�a haber pensado�. (51) Con raz�n, pues, se le puede llamar �ap�stol de la verdad�. (52) Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosof�a es verdaderamente la filosof�a del ser y no del simple parecer.

El drama de la separaci�n entre fe y raz�n

45. Con la aparici�n de las primeras universidades, la teolog�a se confrontaba m�s directamente con otras formas de investigaci�n y del saber cient�fico. San Alberto Magno y santo Tom�s, aun manteniendo un v�nculo org�nico entre la teolog�a y la filosof�a, fueron los primeros que reconocieron la necesaria autonom�a que la filosof�a y las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de investigaci�n. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la leg�tima distinci�n entre los dos saberes se transform� progresivamente en una nefasta separaci�n. Debido al excesivo esp�ritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, lleg�ndose de hecho a una filosof�a separada y absolutamente aut�noma respecto a los contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separaci�n est� el recelo cada vez mayor hacia la raz�n misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, esc�ptica y agn�stica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma.

En resumen, lo que el pensamiento patr�stico y medieval hab�a concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas m�s altas de la especulaci�n, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posici�n de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella.

46. Las radicalizaciones m�s influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filos�fico moderno se ha desarrollado alej�ndose progresivamente de la Revelaci�n cristiana, hasta llegar a contraposiciones expl�citas. En el siglo pasado, este movimiento alcanz� su culmen. Algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrecci�n de Jesucristo, en estructuras dial�cticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo ateo, elaboradas filos�ficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la base de proyectos que, en el plano pol�tico y social, desembocaron en sistemas totalitarios traum�ticos para la humanidad.

En el �mbito de la investigaci�n cient�fica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no s�lo se ha alejado de cualquier referencia a la visi�n cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relaci�n con la visi�n metaf�sica y moral. Consecuencia de esto es que algunos cient�ficos, carentes de toda referencia �tica, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su inter�s la persona y la globalidad de su vida. M�s a�n, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso t�cnico, parece que ceden, no s�lo a la l�gica del mercado, sino tambi�n a la tentaci�n de un poder demi�rgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo.

Adem�s, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosof�a de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contempor�neos. Sus seguidores teorizan sobre la investigaci�n como fin en s� misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretaci�n nihilista la existencia es s�lo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primac�a lo ef�mero. El nihilismo est� en el origen de la difundida mentalidad seg�n la cual no se debe asumir ning�n compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional.

47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosof�a. De sabidur�a y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas parcelas del saber humano; m�s a�n, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el car�cter marginal del saber filos�fico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplaci�n de la verdad y a la b�squeda del fin �ltimo y del sentido de la vida, est�n orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como �raz�n instrumental� al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder.

Desde mi primera Enc�clica he se�alado el peligro de absolutizar este camino, al afirmar: �El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y m�s a�n por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta m�ltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de "alienaci�n", es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la l�nea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos est�n dirigidos o pueden ser dirigidos contra �l. En esto parece consistir el cap�tulo principal del drama de la existencia humana contempor�nea en su dimensi�n m�s amplia y universal. El hombre por tanto vive cada vez m�s en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra �l mismo�. (53)

En la l�nea de estas transformaciones culturales, algunos fil�sofos, abandonando la b�squeda de la verdad por s� misma, han adoptado como �nico objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad pr�ctica. De aqu� se desprende como consecuencia el ofuscamiento de la aut�ntica dignidad de la raz�n, que ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto.

48. En este �ltimo per�odo de la historia de la filosof�a se constata, pues, una progresiva separaci�n entre la fe y la raz�n filos�fica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en la reflexi�n filos�fica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia entre fe y raz�n aparecen a veces g�rmenes preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con rectitud de mente y coraz�n, pueden ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos g�rmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los an�lisis profundos sobre la percepci�n y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de s� mismo el sentido aut�ntico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la relaci�n actual entre la fe y la raz�n exija un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la raz�n se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La raz�n, privada de la aportaci�n de la Revelaci�n, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la raz�n, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una raz�n d�bil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstici�n. Del mismo modo, una raz�n que no tenga ante s� una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser.

No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosof�a recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la rec�proca autonom�a. A la parres�a de la fe debe corresponder la audacia de la raz�n.

Continuaci�n


Laudetur Jesus Christus.
Et Maria Mater ejus. Amen
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